Duermo y me levanto con la imagen del niño inerte a la orilla de la playa. Aylan tenía tres años y era sirio. Parecía dormir sobre la arena. Extrañamente quieto una mañana de verano en la playa turca de Bodrum.
Antes de cerrar los ojos Aylan se me aparece como una criatura extraviada en el bosque. Y cuando los abro al amanecer, allí sigue el pequeño. Sus zapatillas son de miniatura y Aylan revolotea al borde del mar. Está vivo y no presagia el oleaje en la oscuridad cuando ya no puede asirse a las fuertes manos de Abdula, su padre.
En la noche apago las luces y sus ojos vivaces me acompañan como dos luciérnagas celestiales. Aylan es mi ángel de la guarda, pienso, y ha venido a decirme algo. Cuando en la mañana entra la luz del sol el niño reposa junto a mí como un ángel dormido. Quisiera despertarlo y preguntarle, Aylan ¿cómo es la vida después de la vida? Pero lo dejo descansar porque sé que llega de una travesía muy larga y sueña con su madre Rihna y su hermano Galip antes de que las fuertes manos de Abdula, su padre, ya no pudieron agarrarlos a los tres antes de la espuma y las olas.
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La imagen de Aylan aparece a todas horas y unos hombres discuten en la televisión si está bien o no que lo veamos tendido en la playa. Es demasiado cruel, dicen unos, mientras otros aseguran que hay que enfrentarse a la dura realidad de los migrantes que deambulan de un sitio a otro en Europa. En todo momento el rapaz está a mi lado pero permanece mudo. A veces abro y cierro los ojos fugazmente, convencida de que la visión se esfumará, pero Aylan ha venido para instalarse en mi retina y en mi corazón.
Pasan los días y las noches. Las noches y los días. Abdula, su padre, llora desconsolado en la morgue a la espera de que le devuelvan los cadáveres de su esposa y sus dos hijos. El hombre, que había soñado reunirse algún día con su hermana en Canadá, ya no quiere llegar a Grecia y perderse en las peligrosas veredas de una Europa donde levantan muros y los refugiados sortean alambradas de púas. Abdula sólo desea regresar a Kobane, la ciudad sitiada de la que un día huyó con su mujer y dos críos. Y allí, tal vez, esperar la muerte en medio de la guerra. Qué extraños son los caminos que se bifurcan y nos separan de lo que más hemos amado. No le hablo a Aylan de la tristeza infinita de su padre y le canto nanas desafinadas mientras descansa rendido.
Ya se acaba el estío en Europa y las playas se quedan vacías con el eco de los veraneantes que recogieron caracolas y se tumbaron al sol. Poco después Aylan apareció al borde del mar en la tranquila cala de Bodrum. Fue su minúsculo cuerpo inerte el que sacudió la calma chicha del pueblo costero. Y fue su imagen, mil veces repetida hasta fundirse con nosotros por siempre, la que sobrecogió aún más a un mundo estremecido. Cuando lo vimos por primera vez durmiendo el sueño de los inocentes no sabíamos su nombre. Ni la historia de su familia. Ni que en la madrugada había conocido por primera vez el terror de la orfandad a bordo una precaria barcaza mientras Abdula, su padre, se aferraba desesperado a su esposa y sus dos hijos. Luego todo fue oscuridad, espuma y olas.
Duermo, despierto, salgo a la calle y me tropiezo con la gente. A todas partes me acompaña Aylan como un fiel lazarillo. No hablamos porque ya está todo dicho. En la noche le leo un verso de Miguel Hernández: "¿Quién salvará a este chiquillo menor que un grano de arena?" El océano es un inmenso mar de lágrimas.
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