Cuanto más se estudia el perfil del personaje, más resaltan en su elección condiciones que escapan de los confines de Estados Unidos. Después de paciente, educada e infructuosa espera, la cólera encontró el personaje perfecto para expresarse con toda la vulgaridad del caso. La masa enfurecida arrebató la palestra electoral buscando que todas sus insatisfacciones fueran atendidas. Vano intento. Esa votación desató un torbellino en una cristalería. Platos rotos es lo único seguro.
En el voto sorpresivo habló el campo contra la ciudad, la desindustrialización de occidente contra la emigración fabril rumbo al sudeste asiático y la decadencia de clases medias con salarios estancados. Esas voces no están confinadas solamente a Estados Unidos y gritan con todas sus letras la palabra “globalización”. Esa es la orfandad social que hermana al brexit con Trump y apunta indefectible hacia una encrucijada de nuestros paradigmas.
Nada justifica los excesos de la Revolución francesa, que no supo aprender de la sensatez de la revolución americana, o la rusa de un zarismo decadente, o la china en la corrupción del Kuomintang, o la cubana, que aún padece los tormentos de un déspota, o la nicaragüense con un eterno retorno nietzscheano a Somoza, en su fase marxiano-hegeliana de comedia, ni los abismos de dolor que castigaron a la humanidad en dos guerras mundiales. Pero para haber evitado esos desmanes se necesitó haber comprendido sus raíces y sosegado a las fieras que se cultivaban en esos caldos.
Oídos sordos. ¿Estaremos condenados a tormentas cuando no atendemos los truenos que las anuncian? Tal vez sí. Los huracanes destructivos fueron precedidos siempre por vientos de angustia que no fueron escuchados.
En su vorágine, la universalidad de la ira es ciega, indómita e insolente. La historia enseña que frustraciones largamente ignoradas se abren paso, como gangrenas, destruyendo, en su camino, también lo que está sano. ¡Atención! Trump no es la debacle, sino su anuncio.
¿Populismo contra globalismo? ¡Falsa disyuntiva ideológica! Cadenas globales de valor, tecnologías de información y comunicación y digitalización con automatización productiva trascienden nacionalismos.
Es la productividad humana desatada por la invención colectiva mundial que no puede encerrarse con aranceles. El aumento del comercio mejoró las vidas de millones.
En los últimos 25 años, la población mundial que vivía en pobreza extrema pasó del 40% al 10%. Eso es un hecho. Pero no es el único. No se pueden subrayar solo las ventajas de la globalización dejando por fuera sus daños, con el empeoramiento de las condiciones de vida para capas enteras de poblaciones que han perdido el empleo y la formidable desigualdad que en ella se origina.
En Estados Unidos, entre 1990 y el 2011, se perdieron 7 millones de empleos en industrias que emigraron buscando salarios más bajos y menores costos en el cumplimiento de derechos humanos, sociales y ambientales.
Eso generó riquezas a los accionistas de empresas desmanteladas, favoreciendo a la economía, sin ningún consuelo para los obreros que perdieron sus trabajos. Unos pocos se beneficiaron del mal de muchos.
Entre 1985 y el 2014, en todos los países desarrollados aumentó el índice de Gini, expresión de creciente desigualdad. En Estados Unidos, de forma brutal, del 34 al 46. En la bucólica Costa Rica nos fue incluso peor.
Brecha. De todas las estadísticas, ninguna más elocuente que la que marca las brechas regionales desatendidas. Trump no logró ganar en ninguna ciudad de más de un millón de habitantes, ni siquiera en las zonas republicanas por excelencia, como Texas, donde Dallas y Houston votaron demócrata.
Es la rebelión de lo local contra lo global, de las sociedades ancladas en la tradición contra la sociedad cosmopolita del conocimiento. Es la patria perdida en las inmensidades rurales abandonadas a su suerte. Pero ¿cómo modernizar el campo si la política abandona sus responsabilidades de inversión social, económica y educativa rural y deja escapar los capitales a merced de ventajas puramente financieras?
Nuestros modelos económicos están en crisis. No es sostenible que la política se siga desentendiendo, como lo hace, del movimiento irrestricto de capitales con la única brújula de la ganancia, escapando a paraísos fiscales, abandonando desolados unos territorios y trasladando las ventajas a otros, sin ningún tipo de conducción política y prudencia social.
Solo podremos preservar lo esencial de nuestras conquistas económicas, políticas y morales teniendo un sentido de prioridades humanas que únicamente puede derivarse de la preeminencia de lo político sobre lo monetario.
Más globalización. La contradicción más profunda de los tiempos actuales es tener una economía que funciona globalmente, de la mano de las finanzas y las multinacionales, frente a políticas con alcance chatamente local.
Los sistemas productivos y financieros están interconectados, pero las políticas públicas quedan restringidas a las arenas nacionales.
No es encerrándose en más nacionalismo que saldremos de esta encrucijada. Los problemas de la globalización no pueden resolverse nacionalmente.
Para preservar las fuerzas positivas de la globalización y superar sus infortunios se necesita que la política alcance la esfera global, con instituciones y regulaciones mundiales, es decir, con más globalización.
Frente a la globalización financiera se requiere una globalización política y eso demanda un liderazgo mundial, como solo Estados Unidos lo puede ofrecer y es precisamente Trump el mayor peligro de que eso nunca pase.
En su versión menos mala, su visión significa la renuncia a un liderazgo internacional que conduzca a una humanización política de la globalización.
Con su llegada a la presidencia, se cumplen 100 años desde que Woodrow Wilson sacó a Estados Unidos del aislacionismo. Donald Trump anuncia el ocaso de esa era y el advenimiento confuso de otra que aún no conocemos y apenas sospechamos.
La autora es catedrática de la UNED.