En la historia de la Iglesia, algunos pontífices quedan grabados no solo por los documentos que firman o las decisiones que toman, sino por la huella profunda que dejan en el alma del pueblo. Jorge Mario Bergoglio, el papa Francisco, ha sido uno de esos pastores excepcionales. Su pontificado fue una continua encarnación del Evangelio a través de gestos sencillos y poderosos. Fue, como muchos lo llamaron, el Papa de los gestos, el Papa de las periferias, el Pontífice de la misericordia.
Desde aquel momento inolvidable en 2013, cuando apareció por primera vez en la logia vaticana y pidió al mundo que rezara por él, supimos que algo nuevo comenzaba. Renunció a la ostentación, eligió vivir en la Casa Santa Marta en lugar del Palacio Apostólico, y viajó al encuentro de quienes rara vez reciben visitas: los pobres, los migrantes, los presos, los enfermos. En una Iglesia muchas veces tentada por la comodidad del centro, Francisco nos recordó que el corazón de Cristo late con más fuerza en las periferias existenciales del mundo, los “crucificados del mundo”, como expresó el padre Arturo Sosa, superior general de los Jesuitas.
Fue también el Papa de la misericordia, no solo por haber convocado un Jubileo especial dedicado a ella, sino porque vivió y predicó una Iglesia que abre sus puertas, que acoge, que no condena sino que comprende. “El nombre de Dios es misericordia”, escribió, y fue más que un título: fue un grito profético en un mundo herido por el descarte, la indiferencia y la rigidez.
Sus palabras, muchas veces incómodas, desafiaron las estructuras del poder, tanto dentro como fuera de la Iglesia. Habló de una “Iglesia en salida”, de una “revolución de la ternura”, de un pastor que huele a oveja. Pero no solo habló: lo hizo. Lavó los pies a refugiados, abrazó a los leprosos modernos, comió con los “sin techo”, y recordó que ningún dogma tiene sentido sin amor.
Hoy, al recordar su vida, no podemos sino dar gracias por su testimonio. Francisco no fue perfecto –como él mismo tantas veces lo reconoció–, pero fue profundamente evangélico. Nos enseñó que el cristianismo no es una ideología, sino un encuentro; que la fe no se impone, se propone; y que en la ternura, el perdón y la escucha, se esconde la fuerza transformadora de Dios.
Su legado no será una torre de mármol ni una estatua dorada, sino una Iglesia un poco más humilde, más compasiva, más humana. Nos deja el desafío de continuar su sueño: una Iglesia con puertas abiertas, capaz de conmoverse, capaz de llorar con los que lloran y de sembrar esperanza donde otros solo ven ruinas.
¡Gracias, Francisco! Gracias por recordarnos que el Evangelio se vive con los pies descalzos, las manos tendidas y el corazón en camino. ¡Descansa en paz!
Germán Salas Mayorga es periodista.