En días recientes, el periódico La Nación informó al país que en materia de libertad de prensa Costa Rica alcanzó, en la evaluación mundial elaborada por la organización internacional Reporteros Sin Fronteras (RSF), para el año 2016, la distinguida posición número seis en la lista mundial de 180 naciones.
Dicha evaluación es la clasificación que la mencionada organización otorga con motivo de una investigación realizada sobre el grado de libertad que existe en el planeta para ejercer el periodismo.
Esta distinción es particularmente meritoria, pues nótese que fuimos la nación mejor calificada de América. El único país que se nos acercó, Jamaica, se ubicó cuatro posiciones abajo. Incluso a Canadá, democracia reconocida por tirios y troyanos como ejemplar, la aventajamos por distantes 12 posiciones.
Frente a este elogioso escenario mundial, es menester reflexionar, en primer término, cuál ha sido el fundamento sobre el que hemos construido esa conquista, cuál es la vocación indispensable para sostenerla y quiénes siguen siendo los protagonistas principales de tal desafío.
Dicotomía. Lo esencial que inicio advirtiendo es que el dilema moral del periodismo contemporáneo se encuentra en el desafío de tomar partido frente a una dicotomía.
La primera disyuntiva radica en determinar si el periodista tiene el valor de arriesgarse a tomar partido por el oprimido, o si con su silencio opta por coludirse en favor del opresor. Lo que sucede hoy con la prensa venezolana es una legítima ilustración de este drama. Allí la decisión moral es heroica, pues está en juego la supervivencia del medio.
Lo segundo a lo que el periodista se ve mal tentado la impone la actual sociedad existencialmente vacía.
En demérito de la información que verdaderamente procrea cultura y progreso social, en esta otra segunda disyuntiva el periodista se ve provocado o seducido por el sistema subcultural que nos envuelve, a promover el morboso submundillo del entretenimiento, como si todo aquello que gira sobre él fuese “noticia”.
En ese último caso, de no hacerlo, lo que se arriesga no es ya la supervivencia del medio, sino aquella parte de sus ganancias generadas a raíz del hedonismo tan propio de esta era de vacío existencial.
Y en una etapa donde los medios se ven tan presionados por la sobreinformación empíricamente producida, caer en esta provocación es totalmente comprensible. Por cierto, con la expresión “era de vacíos” definió Giles Lipovetsky nuestro tiempo.
Desafíos. La cultura decae cuando su tensión espiritual se relaja. Son etapas en el desarrollo humano donde la inteligencia moral se atrofia. Cuando las sociedades se sumen en una suerte de parálisis vital.
En la práctica, un nihilismo en el que todos los ideales y valores se pretenden destituir. Es anemia de sentido existencial y ausencia de horizontes. Aún peor, etapas en las que parece existir atractivo por lo vulgar.
Es ante ese escenario donde se agiganta el desafío que enfrenta el buen cronista, pues el periodismo es la última frontera ética de los pueblos.
Cuando el germen del despotismo invade las instituciones y los controles constitucionales desaparecen ante la mano tenebrosa del opresor, solo nos queda la palabra publicada.
Así, el último vestigio de la dignidad de la cultura es la denuncia vigorosa del periodista valiente. En rescate de los pueblos, la historia moderna es prolífica en ejemplos acerca de la importancia vital de la crónica valerosa: el diario El Espectador frente al cáncer siniestro del narcotráfico; el matutino La Prensa frente a las botas opresoras que desde siempre han asolado Nicaragua.
También es ejemplo la lista de medios cerrados en Venezuela, que insisten en publicar desde fuera. Es la razón por la que en los regímenes totalitarios la prensa independiente es proscrita absolutamente. Cuando las tinieblas se ensañan contra la sociedad, el reducto del último acervo de luz espiritual es la voz de un periodista con coraje.
Tomar partido. El destacado reportero Jorge Ramos sostiene que lo mejor del periodismo y de la vida ocurre cuando se toma partido. Para defender su punto, invoca, en su ayuda, las frases de prestigiosos del periodismo: la de la gran cronista italiana Oriana Falacci, quien sostenía: “participo con aquel que escucho, como si me afectase personalmente”. De Jeff Jarvis, parafraseó, “si no tomas partido, no es periodismo”. Y del Nobel Elie Wiesel: “debemos tomar partido, pues la neutralidad ayuda al opresor”.
No omito reconocer que el periodismo, como ciencia social que es, está sujeto a su propia deontología y a su código de principios. Entre los esenciales, que el fundamento de la ética periodística radique en el apego a la seriedad y credibilidad de sus fuentes informativas, y que tal y como sucede con el método científico, este sea verificable.
Igualmente que el periodista garantice tanto el contraste de versiones como la objetividad de la información frente a la voluntad del poderoso.
Incluso, reafirmar la naturaleza esencialmente informativa o periodística de las crónicas más importantes de la cultura humana, como son por ejemplo los evangelios, nos advierte acerca de la vital importancia de que la verdad sea el norte indiscutible en la ética profesional del periodista.
Más que por la destreza técnica que pueda esgrimir en su labor un buen cronista, o más que por la vasta cultura que refleje al momento en que escruta a sus entrevistados, el verdadero señorío de ese profesional estará determinado por lo valientes y celosos que sean frente a la verdad hallada.
La sangre de mártires como el colombiano Guillermo Cano, el nicaragüense Pedro Joaquín Chamorro o el dominicano Gregorio García Castro de forma constante le deben recordar al periodista su grave responsabilidad.
Ahora bien, recordando periodistas del pasado costarricense, es de reconocer que los cronistas que la historia recuerda fueron los que en su vida tomaron partido en coherente razón de sus convicciones. Y, especialmente, en función de la defensa de sus argumentos morales. Así tenemos a Rogelio Fernández Güell, quien se enfrentó a la dictadura de los Tinoco; a Otilio Ulate, quien confrontó igualmente el régimen de los ocho años; y, más recientemente, periodistas como Alberto Cañas, Julio Rodríguez o Enrique Benavides, quienes dieron batallas éticas memorables. Porque el tiempo, que es inmisericorde, desecha de la memoria de los hombres a los acomodados, a los estériles y a los timoratos.
El autor es abogado constitucionalista.