La educación es decisiva, o así debería serlo, y debe ocupar un sitio prioritario en la agenda de un Estado que aspire a elevar el nivel de vida de sus habitantes. No es fútil sostener que de ella depende el futuro de los individuos y de la sociedad misma. En su ausencia o debido a sus debilidades, son múltiples las consecuencias sociales y económicas indeseables.
Muestra de su relevancia es también que esté asociada al crecimiento económico, la reducción de la desigualdad, la inclusión social, el empleo, el aumento en los ingresos, la reducción de la pobreza, las mejoras en la salud, la igualdad de género, la paz y la estabilidad. En otras palabras, su valor es incuestionable. Si en una medición tuviera que asignarse un peso a la educación frente a otras actividades sociales, sin titubeo, la balanza debería inclinarse a su favor.
Esto implica reconocer que sobre la educación se yergue una responsabilidad monumental que, lejos de mermar, con el tiempo se torna más pesada al considerar las distintas facetas en las que se espera la intervención de un proceso pedagógico, público o privado. No hay novedad en afirmar que la enseñanza oficial no se limita únicamente al conocimiento de las asignaturas clásicas, ya de por sí una tarea trascendental, pues deben sumarse otros aprendizajes que han emergido con los años, algunos acometidos con mayor éxito y otros en ciernes.
Es así como hablamos de la educación ambiental para asegurar una correcta y sostenible interacción con el ambiente, de la educación vial que contribuya a la convivencia y el respeto en el uso de las vías, la educación financiera para el uso correcto de los productos financieros y reducir el endeudamiento, la educación sanitaria o en salud que contribuya a la promoción de estilos de vida saludables, la educación para el consumo con el fin de que las personas no sean simples actores pasivos, la educación para la innovación y el emprendimiento que consolide y fomente actitudes y valores para crear, dados sus efectos positivos en la actividad económica, y la educación para la paz a fin de incentivar la cultura contra la violencia y a favor de la convivencia pacífica.
La lista no acaba allí, porque el curso educativo no es inmune a los cambios en el entorno. También se encuentra la educación tecnológica que provea una serie de habilidades y competencias con el objeto de hacer un uso eficiente de las tecnologías, las redes sociales y la inteligencia artificial.
Es mucho lo que se espera de la educación, y con mayor frecuencia se quiere que tenga lugar desde etapas tempranas y a lo largo de todo el ciclo formativo, razón por la cual las debilidades y desaciertos, los retrasos en el aprendizaje o la deserción tienen un costo elevadísimo, que trasciende simplemente no aprender determinada materia o registrar la estadística de jóvenes desplazados del sistema que no logran o les cuesta reinsertarse exitosamente en el mercado laboral.
En un reciente informe de la Unesco, denominado “El precio de la inacción”, se abordan las implicaciones económicas de la fuga de la educación. Por ejemplo, al 2030, los costos mundiales privados anuales de los porcentajes actuales de abandono escolar prematuro y de niños con competencias inferiores a las básicas ascenderán a $6,3 y $9,2 billones, es decir, el 11 y el 17% del PIB mundial, respectivamente, mientras la reducción en un 10% de esa realidad aumenta el crecimiento anual del PIB en 1 o 2 puntos porcentuales, al tiempo que los costos fiscales anuales ascenderán en todo el mundo a $1,1 y $3,3 billones, en cada caso.
De ahí que se recomiende garantizar una educación gratuita y de calidad, crear entornos educativos transformadores, priorizar las inversiones en educación, modernizar las infraestructuras educativas y mejorar la formación del cuerpo docente.
Entonces, sí, es cierto, sobre la educación descansa una enorme carga de la que depende el futuro de la nación, ampliamente reconocida como una herramienta para la movilidad social, la convivencia pacífica, la seguridad ciudadana, explotar las virtudes y descubrir las habilidades de cada uno, entre otras muchas atribuciones.
Por ello, habida cuenta de que difícilmente algún sector reniegue de su relevancia, lo propio sería que resultara con alguna facilidad alcanzar acuerdos de largo alcance sobre lo que se espera de la educación en las próximas dos o tres décadas y lo que se está dispuesto a hacer para realizarlo, a pesar de las dificultades. Por ejemplo, ¿podrá Costa Rica llegar a ser una nación bilingüe en determinado plazo, como se pregona desde muchos años atrás?
No debería haber ninguna otra área en la que sea una prioridad alinear las pretensiones de todos, teniendo claro que, como lo señala el profesor español Francisco Imbernón, “es una materia opinable por cualquiera, ya que todos hemos ‘sufrido’ la escolarización durante muchos años y consideramos, por tanto, tener un criterio válido que podemos o debemos compartir (al margen de que sea mucho, poco o nada riguroso)”.
La envergadura de la tarea que recae sobre la educación exige sumar a un esfuerzo nacional más allá de la prédica de su importancia, porque la evidencia es irrefutable: las pérdidas en este campo no solo tienen efectos en lo económico y lo social, afectan la moral colectiva, la capacidad de mirar el futuro con esperanza y condicionan las posibilidades de formar ciudadanos capaces de contribuir al bien común, a su entorno, o de encontrar y reproducir en la educación un valor superior que debe perseguirse, tal como lo hicieron antes quienes, con su trabajo y pese a sus limitaciones, lo dieron todo para dar educación a su familia.
El autor es politólogo.