En 1934, el poeta ruso Osip Mandelstam divulgó entre sus amigos un poema que pasó a la historia como “el epigrama contra Stalin”, uno de los mayores alegatos contra el abuso del poder a la vez que un testimonio extraordinario sobre la dignidad humana y la conciencia artística.
Mandelstam, que ya se sabía condenado por su condición de clase y actividad “contrarrevolucionaria” (escribir), no quiso cometer un suicidio público al leer el texto en público sino preservarlo de los archivos de la Cheka –el antecedente de la KGB– o de una fosa común en Vladivostok, el remoto puerto en la frontera con China donde moriría cuatro años más tarde.
Escogió tal vez lo único imborrable que parece pervivir a la peste del olvido: la memoria colectiva.
La sátira llegó a oídos de la policía secreta –cuyos comisarios se la aprendieron de tanto repetirla con malicia– y del propio Stalin, quien se mostró complacido con alguno de los versos que lo mostraba como un dios todopoderoso (“solo él campea tonante”, se dice en la espléndida versión del cubano José Manuel Prieto).
Como casi todos los dictadores a partir de Augusto César, el “montañés del Kremlin”, que nunca perdió su acento georgiano, se preciaba de jugar al gato y al ratón con los poetas rusos al punto de interesarse en persona por la suerte de sus víctimas.
Profecía. El epigrama, estremecedor desde su verso inicial, “Vivimos sin sentir la tierra bajo nuestros pies”, es una profecía sobre el periodo de las purgas soviéticas conocido como el Gran Terror (1937-1938) y nos permite extrapolar el funcionamiento de todo sistema represivo basado en la complicidad, la delación y la mentira: “Entre una chusma de caciques de cuello extrafino/ él juega con los favores de estas cuasipersonas./ Uno silba, otro maúlla, aquel gime, el otro llora… / Como herraduras forja un decreto tras otro”.
Me ha venido a la mente esta estrofa del célebre poema a raíz de la cacería judicial que ha emprendido el régimen sandinista contra el poeta Ernesto Cardenal. Como la de casi todos los escritores nicaragüenses, la vida de Cardenal ha estado signada por la dictadura desde su juventud. Fue el fracaso de la revolución de 1954 contra el primer Somoza lo que lo llevó a una crisis espiritual, a ordenarse sacerdote y a transformar la poesía latinoamericana.
En 1977, dos años antes del triunfo sandinista, la aviación somocista arrasó la comunidad cristiana de Solentiname que él había fundado una década atrás.
Ahora, a sus 92 años, es acosado por la pareja presidencial Ortega-Murillo en el más puro estilo estalinista, haciendo que sean otros los que aprietan el nudo de ahorcado mientras refuerzan su inmenso poder y transmiten un mensaje transparente sobre la represión de la disidencia.
La inexistente independencia judicial de Nicaragua permite humillar a uno de los grandes escritores en lengua castellana con un simulacro de juicio y una sentencia absurda, que le impone el pago de $800.000 por un delito que no cometió.
Es justamente el poder, el poder que lo pervierte todo y convierte a los seres humanos en “caciques de cuello extrafino” al servicio del tirano, lo que le da coherencia a esta sucesión de vilezas.
Venganza. Bajo Stalin era común que el círculo íntimo de los grandes escritores desapareciera en condiciones extrañas –el hijo de Gorki– o fuera deportado al gulag –los esposos y el hijo de Anna Ajmátova– para destruirlos moral y psicológicamente. Para matarlos en vida.
En el caso de Cardenal, ¿qué busca la dupla presidencial atrayéndose la repulsa internacional con esta vergonzosa reedición de El proceso de Kafka en una república bananera? Como lo dice el mismo poeta, este ataque es la historia de un rencor recalentado a fuego lento por décadas.
Durante la revolución sandinista, siendo Cardenal ministro de Cultura, la actual “compañera-vicepresidenta” Rosario Murillo creó la Asociación Sandinista de Trabajadores de la Cultura para boicotearlo y desató una “guerra abierta”, en palabras de Gioconda Belli, contra los escritores.
Pablo Antonio Cuadra, también poeta antisomocista, pero no sandinista, fue el primero en advertir la particular psicología del poder de doña Rosario. Cuadra llegó a conocerla muy bien desde que fue su secretaria en la dirección del diario La Prensa, según me contó él mismo antes de exiliarse a Estados Unidos, en 1986.
Cardenal rompió con la línea oficial del Frente Sandinista en 1994 cuando denunció el caudillismo y corrupción que se apoderaron del partido tras la derrota electoral.
Aunque su boina negra, barba blanca y cotona sean un ícono del sandinismo, ha pasado casi tanto tiempo luchando contra el somocismo que interpelando a su aventajado sucesor, el régimen ortega-murillista. En el 2013 se convirtió en el más obcecado y acérrimo opositor a la “monstruosidad” –como él la llamó– del canal interoceánico, un proyecto a cargo de Laureano Ortega Murillo, el flamante director de la agencia nicaragüense de promoción de exportaciones.
Cacería. La cacería judicial contra Cardenal inaugura el tercer periodo presidencial de Ortega y su primera década de férreo control sobre Nicaragua y sus debilitadas instituciones.
Más allá del vejamen a una figura que es parte de la historia viva de la poesía latinoamericana, y quizá el último gran poeta religioso del siglo XX, abre un periodo negro en la relación entre el régimen e intelectuales críticos como Sergio Ramírez y Carlos Fernando Chamorro. ¿Cuánta democracia formal o simulada tolerará en el futuro la cada vez más intolerante dinastía familiar?
El autor es periodista y escritor.