NUEVA YORK – Desde el estallido de la crisis financiera mundial en el 2008, el crecimiento de la productividad en las economías avanzadas (Estados Unidos, Europa y Japón) ha sido muy lento, tanto en términos absolutos como en relación con las décadas anteriores. Esto se contradice con la idea que predomina en Silicon Valley y otros centros tecnológicos globales, de que estamos entrando a una nueva edad dorada de la innovación que traerá consigo un enorme aumento de productividad y mejorará nuestras vidas y la forma en que trabajamos. ¿Por qué esas mejoras no han aparecido, y qué podría suceder si no aparecieran?
Hay al menos seis áreas donde son evidentes las innovaciones revolucionarias:
-E: tecnologías energéticas, incluidas nuevas formas de combustibles fósiles como el petróleo y gas de esquisto, fuentes de energía alternativas como la eólica y la solar, tecnologías de almacenamiento, tecnologías limpias y redes eléctricas inteligentes.
- B: biotecnologías, como la terapia génica, la investigación con células madre y el uso de análisis masivo de datos, que pueden reducir enormemente los costos sanitarios y hacer mucho más largas y saludables las vidas de las personas.
- I: tecnologías de la información, como la web 2.0/3.0, las redes sociales, aplicaciones nuevas, la Internet de las cosas, el análisis masivo de datos, la computación en la nube, la inteligencia artificial y los dispositivos de realidad virtual.
-M: tecnologías manufactureras, como la robótica, la automatización, la impresión 3D y la fabricación personalizada.
-F: tecnologías financieras que prometen revolucionar todo, desde los sistemas de pago hasta el crédito, los seguros y la asignación de activos;.
- D: tecnologías de defensa, entre ellas el desarrollo de drones y otros sistemas de armamento avanzados.
En el nivel macro, el misterio es por qué estas innovaciones, muchas de las cuales ya están activas en las economías, todavía no causaron un incremento medible de la productividad. Para esto que los economistas denominan “enigma de la productividad” se han dado varias explicaciones.
En primer lugar, algunos tecnoescépticos (como Robert Gordon, de la Northwestern University) sostienen que el impacto económico de las innovaciones recientes no es comparable al de las grandes innovaciones de la primera y segunda revoluciones industriales (la máquina de vapor, la electricidad, la canalización y el saneamiento del agua, los antibióticos, etc.). Pero como señala el historiador de la economía Joel Mokyr (también de la Northwestern), es difícil ser un tecnoescéptico ante la variedad de innovaciones que ya se están dando o que probablemente se darán en las próximas décadas.
Una segunda explicación es que no estamos calculando bien la producción real (y, por tanto, el crecimiento de la productividad), porque los nuevos bienes y servicios basados en la información son difíciles de medir, y puede que sus costos estén reduciéndose más rápido de lo que permiten discernir los métodos estándar. Pero esto nos obliga a postular que el error al medir la productividad es peor hoy que en períodos de innovación tecnológica anteriores.
Hasta ahora, no hay pruebas empíricas concluyentes de que sea así. Pero algunos economistas sugieren que no estamos midiendo bien la producción más barata de software (en contraposición con el hardware ) y los muchos beneficios de los bienes gratuitos disponibles a través de Internet. Lo cierto es que entre los motores de búsqueda y las omnipresentes aplicaciones, tenemos conocimiento en la punta de los dedos casi siempre, lo que hace nuestras vidas mucho más fáciles y productivas.
Una tercera explicación es que siempre hay un retardo entre la innovación y el crecimiento de la productividad. En la primera revolución de Internet, la aceleración de la productividad que empezó en el sector tecnológico tardó muchos años en difundirse al resto de la economía, conforme las aplicaciones orientadas a empresas y consumidores de las nuevas herramientas digitales se empezaron a usar para la producción de bienes y servicios muy alejados del sector tecnológico. Esta vez también puede pasar un tiempo antes de que las nuevas tecnologías se difundan y lleven a un incremento medible de la productividad.
Hay una cuarta posibilidad: la aparición de una tendencia declinante del crecimiento potencial y del aumento de productividad después de la crisis financiera, debida al envejecimiento poblacional en la mayoría de las economías avanzadas y algunos mercados emergentes clave (como China y Rusia) combinado con una menor inversión en capital físico (del que depende la productividad de la mano de obra). De hecho, la hipótesis del “estancamiento secular” propuesta por Larry Summers es compatible con esta caída.
Una explicación relacionada hace hincapié en el fenómeno que los economistas llaman histéresis: la persistencia de una recuperación débil o de una desaceleración cíclica (como lo que hemos experimentado después del 2008) puede reducir el crecimiento potencial, por al menos dos razones. En primer lugar, cuando los trabajadores están desempleados demasiado tiempo, pierden habilidades y capital humano; en segundo lugar, como la incorporación de innovaciones tecnológicas se realiza a través de bienes de capital nuevos, la escasez de inversión reduce en forma permanente el crecimiento de la productividad.
La verdad es que no estamos seguros de la causa del enigma de la productividad ni de cuánto durará este fenómeno. Es muy probable que todas las explicaciones propuestas tengan su parte de razón. Pero de mantenerse esta lentitud en el incremento de la productividad (y con ella, un crecimiento insuficiente de los salarios y niveles de vida), es probable que se intensifique la reciente reacción populista contra el libre comercio, la globalización, las migraciones y las políticas promercado.
Por eso es tan importante que las economías avanzadas encaren las causas de esta desaceleración de la productividad, antes de que ponga en riesgo la estabilidad social y política.
Nouriel Roubini es presidente de Roubini Macro Associates y profesor de economía en la Escuela Stern de Administración de Empresas de la Universidad de Nueva York. © Project Syndicate 1995–2016