Uno de los principios fundamentales de todo ordenamiento constitucional democrático es la seguridad jurídica, debido a la necesidad de que los ciudadanos sepan, en todo momento, a qué atenerse en sus relaciones con el Estado y con los demás particulares.
El principio de seguridad jurídica, en consecuencia, debe entenderse como la confianza que los ciudadanos pueden tener en la observancia y respeto de las situaciones derivadas de la aplicación de normas válidas y vigentes.
La seguridad jurídica se asienta sobre el concepto de predictibilidad, es decir, que cada uno sepa de antemano las consecuencias jurídicas de sus propios comportamientos. Como dicen los ingleses, “ legal security means protection of confidence ” (Marshall).
Dentro de este orden de ideas, el Tribunal Constitucional español lo ha configurado como una “suma de certeza y legalidad, jerarquía y publicidad normativa, irretroactividad de lo no favorable, interdicción de la arbitrariedad, pero que, sin agotarse en la adición de estos principios, no hubiera precisado de ser formulado expresamente. La seguridad jurídica es la suma de estos principios, equilibrada de tal suerte que permita promover, en el orden jurídico, la justicia y la igualdad en libertad” (Voto 27- 81).
La seguridad jurídica garantiza la confianza que los ciudadanos pueden tener en la observancia y el respeto de las situaciones derivadas de la aplicación de normas válidas y vigentes. Por ello, como dice el Tribunal Constitucional español, “entendida en su sentido más amplio, la seguridad jurídica supone la expectativa razonablemente fundada del ciudadano en cuál ha de ser la actuación del poder en aplicación del derecho” (STC 36/ 1991).
En nuestro país, sin embargo, en los últimos tiempos, este principio constitucional ha venido a menos a todos los niveles del Estado.
En cuanto al Poder Judicial, recordemos el caso de la mina Crucitas, en que, luego de que la Sala Constitucional bendijo la constitucionalidad y legalidad de la concesión, los tribunales de la jurisdicción contencioso-administrativa, en abierta violación del artículo 13 de la Ley de la Jurisdicción Constitucional y de los artículos 10 y 42 de la Constitución, anuló las concesión. Consecuencia de esa arbitrariedad, el país está demandado ante los tribunales internacionales por una suma superior a los $100 millones. Es muy probable que todos los contribuyentes terminemos pagando esa arbitrariedad judicial. Lo más grave en este caso, sin embargo, es la sensación de inseguridad jurídica que ha producido en los inversionistas extranjeros, que, con justa razón, no entienden cómo tribunales inferiores pueden anular resoluciones del máximo tribunal del país. Eso solo ocurre en Costa Rica.
Cambios de criterio. En realidad, en estos momentos existe una gran inseguridad respecto a las sentencias que emiten los tribunales de justicia en nuestro país, pues, con frecuencia, cambian de criterio sin justificación alguna o declaran con lugar demandas sin motivación jurídica sólida.
Recientemente, el Gobierno actual prorrogó otra ocurrencia absurda y arbitraria de la Administración anterior: la declaratoria de moratoria de la exploración y la explotación de hidrocarburos hasta el 2021. La declaratoria de moratoria es abiertamente ilegal, pues suspende la vigencia de la Ley de Hidrocarburos vía decreto, lo cual es privativo de la ley, según el texto unívoco del artículo 121, inciso 1), de la Constitución. Lo más grave es que impide que el país pueda explotar a corto plazo el gas natural, que sería la solución económica y ambiental para afrontar exitosamente la crisis energética que vive actualmente Costa Rica, y que es producida, en gran parte, por la importación de hidrocarburos de otros países, que se enriquecen a cuenta nuestra. La contradicción no puede ser más evidente. Nuevamente, esta medida gubernativa produjo inseguridad jurídica entre los inversionistas, con gran perjuicio para la economía nacional.
En la Asamblea Legislativa con frecuencia se presentan proyectos que atentan contra la seguridad jurídica: por ejemplo, el fallido intento de gravar a las empresas ubicadas en las zonas francas, la introducción de la renta mundial en la Ley del Impuesto sobre la Renta, la legalización de las convenciones colectivas en el sector público por medio de la aprobación del Código Procesal Laboral, etc.
En un estudio realizado –no recuerdo bien si fue por el Banco Mundial u otro organismo de prestigio internacional a mediados de la década pasada–, luego de comparar dos países desarrollados de América, dos de Europa y dos de Asia, con dos subdesarrollados de las mismas regiones mediante la utilización de 15 variables económicas, sociales y políticas, se llegó a la conclusión de que la única variable común en los países desarrollados, la cual, a su vez, estaba ausente en los subdesarrollados, era la seguridad jurídica.
Inversiones. En efecto, solo la existencia de una sólida seguridad jurídica ha permitido y permite que, en los países desarrollados, se realicen inversiones cuantiosas a largo plazo. Por el contrario, en los países subdesarrollados que carecen de seguridad jurídica y cambian las reglas del juego constantemente, las inversiones son a corto plazo. Y, como es sabido, ningún país se ha desarrollado con inversiones golondrinas.
Por ello, el presupuesto básico, esencial para nuestro desarrollo económico y social, es prohijar y fortalecer la seguridad jurídica. Sin embargo, durante muchos años hemos actuado en sentido contrario. ¡Nunca es tarde para cambiar!