El título de este artículo lo tomé de la extraordinaria novela de William Faulkner, escritor estadounidense y Premio Nobel de Literatura 1949. Doña Virginia Lobelia Madrigal Víquez no tiene ningún parentesco con la retorcida familia Compson, pero sí mucha de la furia debida al ruido en bares y otros comercios que han convertido sus noches en desesperación y una vigilia de pesadilla.
Ella reside en Heredia centro y, completamente rebasada por la infernal batahola y la conducta de los clientes de esos locales, hubo de encaminarse hacia la Municipalidad, plantarse frente a ella y comenzar una silenciosa huelga de hambre para que su protesta fuera atendida.
Permaneció 96 horas sin probar bocado, y su dura y ayuna constancia tuvieron un buen resultado: un bar fue clausurado indefinidamente hasta que su dueño presente un “plan de confinamiento de sonido”.
Presumo que los residentes de otros barrios y vecindarios más allá de las fronteras heredianas querrán imitar la conducta de la señora.
Las víctimas de semejantes excesos nocturnos son las personas que, insomnes, deben acudir al trabajo; las madres o padres que, sin haber podido pegar el ojo hasta las cuatro de la mañana, deben levantarse para preparar a sus desvelados hijos o disponerse también para el trabajo, y los adultos mayores que no repararon su fatiga del día anterior a causa de una noche de ensordecedores vecinos y clientes.
Estas personas constituyen una hueste de sonámbulos al día siguiente, mientras los despiadados fiesteros, consumidos y atontados de tanta bullanga duermen su disipación de la noche hasta las once de la mañana.
Con inquietud, me he preguntado en qué momento de sus vidas muchos costarricenses experimentaron una metamorfosis con respecto a las nociones de alegría y celebración: transmutaron el contento en un loco alboroto y el festejo, en estridencia.
Es como si el estrépito y el ruido fueran inevitables y distinguidos invitados para poder decir que el festejo estuvo muy bonito y animado. En los bares, la música ensordecedora y la inmoderación convierten el lugar en un antro de gritos: a gritos hablan las personas en las mesas y a gritos cuentan sus aventuras y desventuras.
En las reuniones de amigos y amigas, en algunas casas, el equipo de sonido es una enorme boca de donde la música sale arrojada a bramidos, en tanto las voces de los asistentes, excitados por el escándalo y el licor, aumentan su volumen hasta el trastorno.
En algunos comercios de San José, un impune parlante vocifera las ofertas del día con tan subida exaltación que a cien metros de distancia los oídos continúan crispándose.
Los estudios confirman que el ruido produce graves enfermedades físicas y psicológicas. El cuerpo se abate con la hipertensión y con agudos dolores de pecho, y uno de estos días el corazón, fastidiado de tanta bulla, resolverá tapar sus cuatro cavidades con el infausto decreto de declararse sordo para la vida.
Los efectos psicológicos son también ruinosos: inquietud, falta de sueño, agresividad y estrés que se ciernen como un aluvión sobre los cotidianos “afanes de cada día”.
Como a muchas otras personas, el ruido me turba y me enfurece, porque fui constituido con bajos volúmenes existenciales: los decibeles de mis sentimientos son tan desmayados que las personas suelen confundir mi concentración con una horrenda tristeza y mi expresión de alegría, con algún accidente facial; gozo del diario susurro de la alegría y no de ocasionales explosiones de hilaridad.
Naturalmente, no patrocino un mundo petrificado por el silencio, pero tampoco uno ensordecido por gritos y volumen de música que asesina oídos y alma.
El dueño del bar herediano podrá abrirlo nuevamente cuando haya confinado el sonido al espacio del local, es decir, cuando el escándalo enloquezca únicamente a los que están dentro del negocio.
En un tiempo en que las conductas humanas se apresuran a caminar en direcciones opuestas a la racionalidad y a la convivencia en paz, la medida de proteger del ruido a las personas por lo menos restituye un orden natural: que la cerrada y silenciosa oscuridad de las noche sea la cama más acogedora para renovar las fuerzas del cuerpo y del alma.
El autor es educador pensionado.