No es algo novedoso encontrar en la historia a líderes autoritarios salvadoreños interviniendo en los asuntos internos de los países centroamericanos para aumentar su influencia.
Figuras políticas de mi país, guiadas por la ambición de mantenerse en el poder, pretendieron establecer en naciones vecinas a mandatarios bajo su influencia o, incluso, ascendencia. No les preocuparon los daños colaterales.
A principios del siglo XX, el general Tomás Regalado, quien, aunque había terminado su período presidencial, seguía controlando la política salvadoreña, hizo todo lo posible por deshacerse de su gran rival, el presidente guatemalteco Manuel Estrada Cabrera, e instalar a un mandatario afín.
Primero, hizo que su testaferro político, Pepe Escalón, telegrafiara a Theodore Roosevelt para acusar a Estrada Cabrera de ser responsable de todos los conflictos en la región y de la necesidad de separarlo del poder.
El mandatario estadounidense no aceptó la sugerencia y, a la hora de las horas, el general salvadoreño invadió Guatemala. La intensa guerra llegó a su fin con la muerte del salvadoreño en batalla.
Las ambiciones de Regalado de asegurarse un gobierno amigo costaron la vida a humildes soldados salvadoreños y guatemaltecos. Estrada Cabrera siguió en el poder hasta 1920.
El año siguiente, un nuevo presidente salvadoreño, otro militar autoritario, Fernando Figueroa, decidió comprometer tropas salvadoreñas para asegurarse un gobierno amigo en Honduras, lo que lo puso en conflicto con el caudillo nicaragüense José Santos Zelaya.
El nicaragüense quiso tener la última palabra y apoyó una infructuosa invasión a El Salvador. A fin de cuentas, el resultado de las ambiciones hegemónicas de Figueroa fue una guerra que también costó vidas de humildes soldados salvadoreños y nicaragüenses. El gobierno de Honduras quedó bajo la administración de políticos alineados con Zelaya.
Este tipo de comportamiento no estuvo restringido a la época de caudillos oligárquicos de principios del siglo XX. En 1967, el coronel Julio Rivera, a la sazón presidente de El Salvador, estaba incómodo con su par hondureño, principalmente por su maltrato a migrantes de su país, comportamiento que, a su vez, creaba presiones políticas internas en San Salvador.
El mandatario decidió enviar tropas y armamentos a Honduras para apoyar un golpe de Estado contra Oswaldo López Arellano. El audaz intento fracasó de manera vergonzosa, pero la crisis entre los dos países culminó finalmente en la guerra de las Cien Horas (conocida como la guerra del fútbol) en 1969.
El deseo de influir en la política del vecino causó la muerte de soldados salvadoreños y hondureños. Oswaldo López Arellano se mantuvo en el poder hasta 1971 y luego regresó a la presidencia de 1971 a 1975.
Cada uno de estos ejemplos capta fielmente el espíritu de la época en que sucedieron. Los dos primeros corresponden al período de caudillos oligárquicos, de soldados de infantería guiados por comandantes a caballo. El tercer ejemplo, a los tiempos de las dictaduras militares de la Guerra Fría y aviones Mustang.
Tres cosas no han cambiado: la actitud autoritaria, el control de las riendas del Estado y las ambiciones de perpetuarse en el poder. Regalado, Figueroa y Rivera sabían que los poderes legislativo y judicial seguían las instrucciones que emanaban de la presidencia, y esto les daba la libertad de acción necesaria para sus aventuras en países vecinos.
Regalado y Figueroa quisieron reelegirse y, por diversas razones, no pudieron. Rivera no intentaba reelegirse, pero logró, al igual que sus sucesores, manipular las elecciones para que la presidencia quedara en manos del estamento militar.
Ninguno de los tres ejemplos tuvo éxito, pero la idea detrás del deseo de tener mandatarios similares en el vecindario era válida. Las dictaduras más estables en Centroamérica se dieron cuando había varios líderes que compartían el mismo estilo de gobierno.
En la década de los 30, Maximiliano Hernández Martínez en El Salvador, Jorge Ubico en Guatemala y Tiburcio Carías Andino gobernaron de manera autoritaria.
Es la misma época en la que algunos de los principales países de Europa tenían la misma forma de gobierno: Mussolini en Italia, Hitler en Alemania, Franco en España.
En el 2024, políticos de corte autoritario ganaron influencia en Europa, y el antiguo baluarte de la democracia se puede desmoronar bajo Donald Trump.
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Héctor Lindo es profesor emérito de Historia en la Fordham University de Nueva York.