La década del 70 del siglo pasado se caracterizó no solo por los desaciertos económicos, sino también por la decisión de ciertos políticos de figurar en la pasarela, cual desfile de ideologías, en plena Guerra Fría, haciendo guiños al lado izquierdo y ceños fruncidos al lado derecho.
Esto favorecía la buena sintonía entre el gobierno de turno y el sindicato comunista hasta llegar, al inicio de los 80, al éxtasis: la salida de la Compañía Bananera y el empobrecimiento de decenas de miles de habitantes de la zona sur –otrora la región más próspera del país– como daño colateral del logro comunista criollo y el gobernante cómplice.
Al creador de las garantías sociales le tocó enfrentar a la oligarquía de su época –a la cual pertenecía– para dejar su trascendental legado. Sin embargo, la mezquindad de algunos políticos ha minimizado el protagonismo del gobernante en este hecho histórico. Tal conducta no ha favorecido la aparición en el escenario político de líderes capaces de “echarse el país al hombro”, más bien, parece que sus intereses se orientan al logro personal, a la imagen y a la posteridad sin gloria, lo cual se agrava, aún más, con el cogobierno de los sindicatos, cuyo interés es, por ahora, mantener la odiosa desigualdad entre los trabajadores del país, sin importarles el enorme daño que causan a las finanzas públicas.
Nuestros últimos gobernantes –aún no se incluye al actual– han sido rehenes políticos, acomodados a la falsa premisa de “mantener la paz social”, temerosos de las amenazas de un grupito de sindicalistas irresponsables. Todo esto ha ayudado a sustituir el paradigma de “servir a la patria” por el de “todo sapo muere aplastado”, es decir, el gobernante que luche por su pueblo como verdadero estadista tendrá una muerte política análoga a la del citado anfibio.
El estancamiento económico y social que sufrimos la mayoría de los trabajadores del sector privado y los ciudadanos de piso de tierra –desde hace más de tres décadas– son la consecuencia del paradigma vigente: “El síndrome del sapo”, digámoslo así, sin crueldad.
Igualdad. El artículo 33 de nuestra Constitución dice: “Toda persona es igual ante la ley y no podrá practicarse discriminación alguna contraria a la dignidad humana”, no es necesario ser físico espacial, matemático, abogado, ingeniero, o lo que sea, para entender el artículo. Basta con saber leer y tener una razonable comprensión de lectura.
Un candidato a juez de la Corte Suprema de Justicia de los EE. UU. dijo ante el Congreso de su país: “La interpretación de la ley es la interpretación del sentido común”. Más claro no canta un gallo.
Actuar de manera sesgada o “hacerse el chancho” ante el atropello del artículo 33 no es digno de quienes tienen el deber de aplicar la ley con justicia, ni tampoco lo es para políticos o gobernantes.
Pagar altos salarios, pensiones y privilegios a empleados públicos con el dinero que aportamos en impuestos los trabajadores del sector privado –cuyo destino debe ser la inversión en desarrollo del país– es una burla al 33.
Por otro lado, sería irracional proponer semejantes sueldos y privilegios para el sector privado, a menos que se quiera repetir la “gran obra social” de la zona bananera, pero ahora en toda la nación: quiebra de empresas y salida del país de otras.
Explicación. El presidente, Carlos Alvarado, debe explicar con claridad los alcances del plan fiscal hasta lograr que los habitantes comprendan cómo los afectará y de qué forma eliminaría la desigualdad en remuneraciones entre el sector estatal y el privado, además, cuáles recortes importantes de gastos serán necesarios; quizás de esa manera algunos diputados opuestos perciban mejor lo que el pueblo quiere.
A diferencia de la década de los 40, de las garantías sociales, la lucha es ahora dentro del Estado: por un lado, sindicalistas creando costosos privilegios, por el otro, magistrados decididos a no afectar sus bolsillos; en ambos lados se esconde la máscara socialista y el chaleco de los “derechos mal adquiridos”.
El grave perjuicio causado a los estudiantes y a la economía también debe tener un costo para los huelguistas y sus líderes: quien no trabaja no come; así de simple. Hacer esto alejará al presidente de los síntomas de canillera y sumisión a sindicatos y que no sea otra víctima del “síndrome del sapo”, dejando el camino sin peligros y malas hierbas para que de nuevo transiten los genuinos estadistas que la patria reclama.
El autor es ingeniero.