Durante estos 11 años de guerra en Ucrania (desde la invasión de Crimea y el Donbás en el 2014), como directora de cine y escritora, siempre me encuentro con la misma pregunta: “¿Qué pueden hacer los artistas en tiempos oscuros?”.
Es una pregunta que me va surgiendo de distintas formas: con variadas dosis de escepticismo o, por el contrario, con la convicción del potencial del arte y la cultura en general.
Debatimos sobre ello tanto en los numerosos encuentros con los compañeros extranjeros como entre nosotros, y sobre todo, cuando nos quedamos a solas con esa pregunta en una habitación oscura ante nuestra propia conciencia.
Buena parte de los artistas ucranianos se convirtieron en voluntarios y paramédicos activos, algunos incluso tomaron las armas.
No conozco las cifras exactas, pero en Ucrania hay miles de figuras del mundo de la cultura en el ejército. Mi marido, que es un conocido escritor ucraniano, sirve en las Fuerzas Armadas de Ucrania por segunda vez en esta guerra.
Todo mi entorno se compone de personas que luchan en la guerra o de las personas que las esperan. Entre mis amigas cercanas hay viudas. Algunos de mis conocidos desaparecieron en el campo de batalla, o se encuentran en cautiverio ruso, o ya están muertos.
Ucrania pierde a diario muchísima gente y está claro que, para nosotros, cualquier pérdida es trágica. Pero, pensando en la muerte de diversas figuras del mundo de la cultura, me doy cuenta de que, además, estas personas no solo podrían estar construyendo nuevas casas, plantando árboles y teniendo hijos, sino también creando nuevos sentidos y conceptos para el futuro.
Ahora, los libros que ellos no llegaron a escribir, las películas que no llegaron a rodar o la música que no llegaron a componer resuenan con un dolor ensordecedor. Aquellos artistas que aún siguen vivos, a menudo se sienten agotados o sencillamente no tienen tiempo para crear nuevas obras, porque hay otras prioridades.
Aun así, el resto de la población civil y militar de Ucrania necesita esas voces con urgencia. De repente, resulta que cuanto más crítica es la fase de la guerra, cuantos más misiles vuelan contra nuestras ciudades, más necesidad de momentos de normalidad tiene la gente, y esa normalidad incluye la vida cultural.
Es justamente durante la guerra rusa contra Ucrania cuando han aumentado las publicaciones de editoriales ucranianas y han abierto numerosas librerías en varias ciudades.
Los distribuidores de cine resaltan que las proyecciones de películas ucranianas nunca gozaron de tanta asistencia como ahora.
El teatro ucraniano también florece como nunca, las imágenes en Instagram y los tiktoks sobre las colas para entrar en los teatros se han convertido en tendencia.
La popularidad que alcanza la poesía contemporánea ucraniana también es un fenómeno. Ahora, la gente percibe a los poetas como estrellas de rock: veo continuamente, con mis propios ojos, las salas llenas de gente.
Hace poco, regresé de otra gira por el sur de Ucrania: Odesa, Mikolaiv, Jersón, Zaporiyia. Esas ciudades están bajo constantes bombardeos. Hay víctimas mortales entre civiles casi a diario.
Ahí, el torbellino de los sucesos trágicos no se detiene. Pero justo ahí, en ese territorio cercano al frente que se encuentra bajo la constante amenaza, es donde veo las salas abarrotadas.
En Jersón, ciudad bajo ocupación parcial y altamente peligrosa, los organizadores de la actividad en la que íbamos a participar permitieron a los poetas asistir, pero únicamente con chalecos antibalas y cascos, y nos dieron instrucciones sobre cómo actuar en el caso de que ocurriera un ataque con drones.
El encuentro con los lectores se celebró en secreto, en uno de los refugios antiaéreos, sin anunciar el lugar y la hora. Sin embargo, y a pesar de la hora temprana del encuentro y el hecho de que fuera en día laborable, la sala estaba llena.
No puedo evitar compartirles un caso muy reciente que me impresionó. Hace poco, un amigo ucraniano, que lucha en la Legión Internacional de Ucrania, me contó sobre una conversación que tuvo con su compañero de filas, un italiano de Sicilia.
Hablaban de cine contemporáneo ucraniano, y mi amigo le recomendó ver mi documental La Tierra es azul como una naranja. El italiano le contestó: “Ya lo he visto. Es más, esta película y la familia cuya historia retrata fueron una de las razones por las que ahora estoy aquí”.
¡Qué casualidad más maravillosa! Un extranjero de una isla lejana y soleada, que me encantaría visitar, vio mi película sobre una historia real de una familia de Donetsk y ahora lucha para proteger Ucrania de sus enemigos.
En momentos como ese, pienso: al menos el arte aún sirve para algo. Sí, no es capaz de proteger a nadie de un misil o de cualquier otro tipo de agresión, pero, con el tiempo, es capaz de inspirar, curar, registrar los hechos y las emociones importantes, guardar memoria, rellenar las lagunas del sinsentido de nuestra existencia con los trazos de las ideas y formar nuestros planes del futuro.
En los momentos de desesperación, intentaré acordarme del centenar de ojos que he visto en Zaporiyia, o en Querétaro, o en Nueva York, Oslo o París. Allí vive gente muy diferente, sobre la que no sé nada en la mayoría de los casos.
Y ellos tampoco saben nada sobre mí ni sobre la gente como yo. Pero las semillas ya han caído sobre la tierra, y algún fruto común acabará brotando de ella.
Iryna Tsilyk es una directora de cine, escritora y poeta ucraniana. Su documental La Tierra es azul como una naranja (2020) obtuvo el premio a la mejor dirección en el Festival de Cine de Sundance y el Premio Nacional de Ucrania de Tarás Shevchenko (2022).
“Cartas de Ucrania” es un proyecto de la campaña de solidaridad latinoamericana ¡Aguanta, Ucrania! en conjunto con PEN Ucrania, UkraineWorld y el Instituto Ucraniano.