¿Cuánto mide un kilómetro? Depende. La respuesta, en la vida real, trasciende las matemáticas y se vuelve un asunto cultural y hasta de identidad.
En Costa Rica, por ejemplo, si hay que caminar y uno está en el Pacífico norte, bajo el calor, sabe muy bien que la respuesta a la pregunta ¿falta mucho para llegar? hay que analizarla con cuidado si quien le responde es un guanacasteco. Posiblemente, señalará simultáneamente con la mirada y con el brazo, y luego dirá, como quitándole importancia: “No, es ahí no más, como un kilómetro”.
¡Un kilómetro! Esa es la medida estándar de la respuesta, y en ese instante, uno repregunta: ¿pero kilómetro guanacasteco o 1.000 metros exactos?
El kilómetro guanacasteco es una medida variable, no exacta, cuyo cálculo preciso bien valdría un premio Nóbel. Tiene como particularidad su capacidad de estirarse en proporción directa al calor y cansancio del caminante, o a la gasolina que queda en el carro.
Pero esta medida no es exclusiva de la Pampa: tiene su paralelo con otra medida en la región central: la distancia entre Alajuela y San José. ¡Uf! Para un capitalino, ir a Alajuela es como proponerle un ascenso al Chirripó: hay que prepararlo psicológicamente.
Es muy curioso porque las distancias que hay entre las poblaciones del Valle Central, como Cartago y San José, o entre la capital y Heredia, o entre esta y Alajuela, son similares. Son prácticamente la distancia que en el pasado se podía recorrer durante una jornada si uno iba a caballo o en carreta. Son como huellas históricas de la expansión poblacional, como guiños de los abuelos contándonos cómo era la vida antes.
Quizá, las características de la vida cotidiana actual, con sus presas matinales y vespertinas en la autopista General Cañas, antes y después de “la platina”, han ido fortaleciendo el concepto de esa particular medida espacial y temporal: la tremenda distancia hacia Alajuela si uno viene desde San José.
Es muy curioso porque los alajuelenses, en un altísimo porcentaje, solemos recorrerla todos los días, pues tenemos nuestros trabajos en San José. Para ir a un concierto, también la recorremos sin problema alguno. Igual lo hacemos para ir al teatro. Vamos y no pasa nada. Sí, nos cansamos y todo, pero no respiramos hondo y ponemos tensa la mirada cuando, estando en San José, decimos: “ya vamos para Alajuela”.
Los josefinos, en cambio, sí. Entran en pánico. Creo que hacen menos drama los cartagos, cuya distancia a cualquier otro punto del territorio nacional es percibida por el resto de la población como un viaje épico. Sin embargo, el kilómetro cartago es distinto: se acorta mágicamente en agosto: nadie hace problema por ir caminando a ver a la Negrita, desde ningún punto del país. Pero dígale, en cambio, a un josefino que vaya en carro a Alajuela… ¡o en bus! Lo hará, pero por deber estoico o por cariño… Eso sí, como dijo el bolero: solamente una vez. ¿Por qué? Es que Alajuela es lejísimos….
En cambio, Puntarenas es distinto. Acostumbrados desde el siglo XIX a ser nuestra conexión con el resto del mundo y de recibir por muchas décadas, y diariamente, interminables desfiles de carretas cargadas de café desde el centro del país, la tierra chuchequera quedó en el imaginario josefino como un territorio cercano, hasta para ir a pasear el fin de semana. Puntarenas pasó a llamarse para los capitalinos “el Puerto”, como si no hubiera otro: Limón, cuya riqueza ameritará otro artículo.
La consolidación del Puerto como tierra cercana la trajo un granizado: “el Churchill”. Más de uno en una fiesta, en San José, ha dicho en plena madrugada: “Jale a ver el amanecer en el Puerto”, o si es de tarde: “Jale a comernos un Churchill” y no falta quien diga entusiasmado: “Uy sí”. Pero si alguien dice: “Jale a dejar a este mae a Alajuela”… ¡Jamás!… Alajuela queda, en el imaginario josefino, más lejos que el Puerto.
Siempre que me ven con compasión por tener que viajar a Alajuela, yo les digo que no se preocupen, que en Alajuela hay un portal que usamos nosotros y nos permite ir a cualquier lado sin que sintamos imposibles e insalvables las distancias. Entonces todos soltamos la risa. Y es que de eso se trata: de reírnos de las distancias cuando las descubrimos imaginarias. Porque sí, las distancias –y las cercanías– son, en gran medida, culturales y, como tales, son modificables.
A final de cuentas, todos somos ticos y no estamos tan lejos unos de otros. Siempre podemos tender puentes y llegar a conversar y negociar entre nosotros. Cualquier otra distancia, creada o subrayada, especialmente las que no nos hagan sonreír, no valen la pena. Mucho menos quienes las propicien.
Todos tenemos a la mano un portal… el de la risa, el abrazo y la inteligencia. Un portal que es capaz de acortar las distancias y celebrar quiénes somos.
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Rodolfo González Ulloa es periodista, docente y cuentacuentos.