Este es el único párrafo del presente artículo en el que hablo yo. El resto está escrito en primera persona, pero es otra voz la que se expresa. Haciendo un ejercicio de empatía –personal, profesional, pero, en particular, literario–, adueñándome de sus vivencias, me permito escribir en nombre de ella y representar, por todas las demás, la lucha librada, cualquiera que fuese su desenlace.
–Deme un café americano, de maquinita, de la capuchinera –siempre hay que aclarar porque a veces traen café negro, de ese del percolador, líquido imposible para quienes nos sentimos baristas.
La mujer, la de siempre, ese día tenía cubrebocas –algo poco usual en ella–. Era de colores, como pretendiendo que su situación no era para tanto, avivándola, y recordando una época que ya queremos sentirla como muy lejana. En medio, el rumoreo futbolístico, como si hubiera mil entrenadores a mis espaldas, todos consabidos estrategas y eruditos de la táctica del juego.
–Ya pasé la tercera, pero me la pusieron con goteo rápido. Seguro por eso, esta vez me ha matado: ahora estoy con edema y ampollas en los pies. Y todavía el cisplatino no me permite exponerme al frío– decía, valiente, de pie, en medio del trajín de su trabajo. Era como hablar entre cómplices, con un código que solo nosotras podríamos entender. Sentía mucha admiración por esta colega, por sus esfuerzos, por su doble lucha.
Volvieron entonces las imágenes del día que me dijeron mis estudiantes lo bonitos que se veían mis colochos, aunque ya no pudiera volver a teñirlos: pues claro, ¡si me habían conocido cuando no tenía pelo! Viajé a mi propio cubrebocas, un bozal que me impedía decir “y no, no siento que todo vaya a estar bien”, aunque en realidad deseaba rugirlo a los cuatro vientos; la presión, colmada de buenas intenciones, censuraba mis temores en un espacio en donde no se permite más que el optimismo. Recordé los primeros días en la sala de quimio, la camaradería flotante, los consejos de quienes ya casi se graduarían, el temor que sentía siendo una novata, el buzo y la gran cobija para pretender que el frío no me llegara hasta los huesos. Y esa extraña sensación de agradecimiento que experimenté porque ese veneno, en realidad, era –y parece seguirlo siendo– mi sanación.
El día que compramos los turbantes tan radiantes, tan bonitos, no sé si te acuerdas, lloramos mucho. Era una mezcla de temores de lo que se venía, de haberme despertado con la almohada bajo un manto de cabellos esparcidos, diminutos, porque para ese momento me había pasado la uno. Luego, un rato después, la Gillette y la espuma de afeitar me permitirían identificar esos recovecos de mi cabeza desconocidos hasta entonces. Ya en Puerto Viejo, nuestra guarida, las alemanas y las locales que nos topamos, también sin melena, fueron el empujón que necesitaba para descubrirme la cabeza rapada, ponerme esas argollas enormes, el vestido floreado, y hasta sentirme bien, orgullosa de cómo me veía.
Anoche por primera vez, a pesar de todas las veces que hemos conversado, me atreví a confesarte algunas de las estrategias que había escondido en aquel momento: con el sol tempranero para no quemarme, salía y respiraba profundo ese aire fresco, sabiendo lo que vendría. Sonaba el bajo de apertura de John Deacon y, poco después, la voz tranquilizadora de David Bowie haciendo los coros de Under Pressure. La ponía y empezaba a subir, sintiéndome una mierda y con ganas de vomitar el mundo. En todo caso, al menos, me consolaba saber que había unas partes de la letra que fueron escritas para mí, para ese preciso instante: (…) And love dares you to change our way of/Caring about ourselves/This is our last dance/This is our last dance/This is ourselves/Under pressure. O subo la maldita cuesta –ubicada ahí para probarme, para preguntarme qué tan preparada estaba para todo esto– o no hay nada más detrás; o me acuesto y me duermo, o salgo de estas. Era una lucha por la vida.
Los remanentes siguen ahí –y seguirán estando–, recordándome toda esta etapa: las canas, las cicatrices, los chequeos médicos, y ese ventilador portátil recargable por USB para los calores de una menopausia quirúrgica. De vez en cuando, también resonará esa pregunta constante, intrusiva, de qué hice para que me diera cáncer, de en qué momento no cuidé lo suficientemente bien de mi cuerpo. Son culpas que espero se vayan diluyendo con el paso del tiempo.
Otras reminiscencias vienen por las personas cercanas que están pasando por lo mismo. O, incluso, por aquellas que se sienten cercanas, como Ann Wilson, la cantante de Heart, ahora dando conciertos en silla de ruedas por una fractura ocurrida al poco tiempo de enfrentar su propio tratamiento de oncología.
Hoy miro el mar, sintiendo mis pies mojados en la arena, cerca de Stanford’s. No era cierto lo que se dice de los atardeceres caribeños aquí en Puerto: creo, que igual que en la vida, nada resultó ser como lo contaban. Pero sé que desde aquí, aunque no se vea la puesta de sol, se ven los celajes más maravillosos del mundo.
A todas las que han dado la lucha por aferrarse a la vida
ricardo.millangonzalez@ucr.ac.cr
Ricardo Millán es médico especialista en Psiquiatría y profesor catedrático en la Universidad de Costa Rica (UCR).