El Acuerdo de París (2015) es un tratado internacional que aspiraba a transformar la situación climática, liderado en parte por la costarricense Christiana Figueres. Su principal objetivo es limitar el calentamiento global a muy por debajo de 2 °C respecto a los niveles preindustriales, y que el promedio de las temperaturas no aumente más allá de 1,5 °C. Se prevé que si se superan los 2 °C, las consecuencias serían catastróficas para el planeta.
El comportamiento de los fenómenos atmosféricos y las mediciones de los gases indican que la intención de reducir los gases de efecto invernadero ha quedado como una mera declaración simbólica. Las cada vez más frecuentes escenas de sequías, incendios, lluvias desproporcionadas e inundaciones son consecuencia de la falta de reducción de las emisiones.
Pese a estos hechos, hay personas que niegan la existencia de cambios en la atmósfera debido a la emisión de gases. Una encuesta de la Universidad de Yale en 2021 indicaba que entre el 10% y el 15% de los estadounidenses no creían en el cambio climático (CC), y cifras menores se pueden encontrar en otros países.
El nuevo gobierno de los Estados Unidos, con una visión muy básica y cortoplacista, además de ser negacionista del CC, se ha retirado nuevamente del Acuerdo de París (como lo hizo en 2017) para dar paso a políticas como la coloquialmente llamada “drill baby drill” (¡perfora cariño, perfora!).
Con esta política, Estados Unidos pretende alcanzar la autosuficiencia en el consumo de hidrocarburos. El mandatario Donald Trump llama “loquitos” a los ambientalistas, a la academia y a cualquiera que se le oponga. Algo que se le puede reconocer es que al menos no se anda con miramientos ni hipocresías. Es decir, si siguen dentro del acuerdo, deben ser respetuosos y tratar de cumplir, como lo hizo la administración de Joe Biden. Pero como no tienen deseo de cumplir, manifiestan su retiro.
Esto es diferente a la forma de actuar de muchos países firmantes del acuerdo: no cumplen, no llevan mediciones de las emisiones y no dejan de fomentar tecnologías que usan motores de combustión.
En algunos casos en Latinoamérica, como el de Ecuador, la crisis de producción eléctrica los llevó a racionamientos de hasta 12 horas debido a fracasadas políticas de planificación. Han recurrido a la compra de centrales térmicas eléctricas con combustible importado, pues ya no tienen capacidad de producción propia después de haber agotado sus propios pozos a costa de la destrucción de miles de hectáreas vírgenes en la Amazonía ecuatoriana.
Guyana, con una economía en rápido crecimiento basada en la extracción petrolera en el Esequibo, es destacada como el “milagro latinoamericano” debido al petróleo. Genera ganancias multimillonarias para empresas extranjeras, pero parece condenada, como Venezuela, a sufrir la llamada “maldición de los recursos”.
Con excepción de Venezuela y Cuba –estos dos, no por ambientalistas, sino por ineptitud gubernamental–, el resto de países latinoamericanos (incluida Costa Rica) han incrementado las emisiones de gases. No las miden ni asumen responsabilidad para no ser señalados por firmar un acuerdo que no pueden cumplir.
Estados Unidos había mantenido bajo control su crecimiento en las emisiones buscando soluciones solares, hidroeléctricas y otras alternativas. Europa ha seguido un camino similar.
En el fondo, Estados Unidos está siendo responsable al anunciar que no respetará más el acuerdo, en congruencia con su teoría negacionista hacia el CC, y no hipócrita, como lo somos en Latinoamérica.
El cambio tecnológico hacia motores eléctricos iba bien hasta que China (el mayor emisor mundial) invadió el mercado con millones de vehículos eléctricos subsidiados en su producción, eficientes y mejores que los vehículos europeos o estadounidenses. Esto creó desbalances y cambios en los mercados, y provocó reacciones proteccionistas en los países desarrollados, lo que les dio más argumentos a los negacionistas.
El medio especializado Carbon Brief considera que esta nueva política incrementaría las emisiones en 4 gigatoneladas de CO₂ para el año 2030, lo que equivale a las emisiones anuales combinadas de Europa y Japón, o al total anual emitido por los 140 países con las emisiones más bajas. Esto incluye a aquellos países como el nuestro, que ni siquiera tienen idea del impacto ambiental que están generando.
El mal ejemplo dado por Estados Unidos motivará e incentivará a muchos otros países a abandonar declaraciones hipócritas y a admitir su desinterés por reducir las emisiones. Así, tomarán decisiones aún más cortoplacistas y aumentarán exponencialmente las emisiones y el cambio climático. A quienes el gobierno estadounidense llama “loquitos”, solo nos queda tomar aire y redoblar esfuerzos para denunciar y presionar para que la situación cambie tanto a nivel global como local.
Ángel Herrera Ulloa es profesor en la Escuela de Ciencias Biológicas de la Universidad Nacional.
