CAMBRIDGE – Hoy en día se culpa al capitalismo de muchas cosas: la pobreza, la desigualdad, el desempleo y hasta el calentamiento global. Como lo expresó el papa Francisco en un discurso que pronunció hace poco tiempo en Bolivia: “Este sistema ya no se aguanta, no lo aguantan los campesinos, no lo aguantan los trabajadores, no lo aguantan los pueblos. Y tampoco lo aguanta la Tierra, la hermana madre Tierra como decía san Francisco”.
Pero ¿son los problemas que preocupan al Papa consecuencia de lo que él llama un capitalismo “desenfrenado”? O, por el contrario, ¿son consecuencia de que el capitalismo no haya logrado implantarse como se esperaba? ¿Debería una agenda para promover la justicia social estar basada en frenar el capitalismo o en eliminar las barreras que impiden su expansión?
La respuesta en América Latina, África, el Oriente Medio y Asia claramente es la segunda opción. Para ver esto, es útil recordar la forma en que Karl Marx imaginaba el futuro.
Para Marx, el papel histórico del capitalismo era reorganizar la producción. Desaparecerían las granjas familiares, los talleres de artesanos y la “nación de tenderos”, como Napoleón burlonamente se refería a Gran Bretaña. Todas estas actividades pequeño-burguesas serían arrasadas por el equivalente a lo que hoy son Zara, Toyota, Airbus o Walmart.
Como resultado, los propietarios de los medios de producción dejarían de ser quienes realizan el trabajo, es decir, los campesinos o los artesanos, para pasar a ser el “capital”. Lo único que los trabajadores podrían poseer sería su propio trabajo, el que se verían obligados a intercambiar por un salario miserable. Sin embargo, serían más afortunados que el “ejército de reserva de los desempleados”, un pool de trabajadores ociosos lo suficientemente grande como para hacer que otros teman perder su empleo, pero suficientemente pequeño como para no desperdiciar la plusvalía que se podría extraer al hacerlos trabajar.
Con todas las clases sociales previas transformadas en la clase trabajadora, y todos los medios de producción en manos de un grupo cada vez más escaso de dueños de “capital”, una revolución proletaria llevaría a la humanidad a un mundo de justicia perfecta: “De cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades”, como lo expresara Marx. Está claro que el poeta y filósofo Paul Valéry tenía razón cuando dijo: “El futuro, como todo lo demás, ya no es lo que era”. Pero no deberíamos burlarnos del conocido error de predicción de Marx. Después de todo, como mordazmente lo señala el físico Niels Bohr, “la predicción es difícil, especialmente en cuanto al futuro”.
Hoy día sabemos que cuando El manifiesto comunista recién se terminaba de escribir, los salarios en Europa y Estados Unidos comenzaban 160 años de alza, que tuvieron por consecuencia que los trabajadores pasaran a formar parte de la clase media, con automóviles, créditos hipotecarios, pensiones y preocupaciones pequeño-burguesas.
Los políticos de hoy prometen crear empleo –es decir, más oportunidades para que el capital explote a los trabajadores–. No prometen apoderarse de los medios de producción.
El capitalismo logró esta transformación porque la reorganización de la producción permitió un aumento de la productividad sin precedentes. La división del trabajo dentro y entre empresas, que para 1776 Adam Smith ya había concebido como el motor del crecimiento, hizo posible una división de los conocimientos entre individuos que permitió que el conjunto supiera más que las partes y formara redes de intercambio y colaboración cada vez más amplias.
Una empresa moderna cuenta con expertos en producción, diseño, comercialización, ventas, finanzas, contabilidad, gestión de recursos humanos, logística, impuestos, contratos, etc. La producción moderna no es simplemente una acumulación de edificios y de equipo de propiedad de Das Kapital y operada por trabajadores fungibles. Más bien, es una red coordinada de personas que poseen diferentes tipos de Das Human Kapital .
En el mundo desarrollado, el capitalismo en realidad transformó a casi todos los individuos en trabajadores asalariados, pero también los sacó de la pobreza y los hizo más prósperos de lo que Marx hubiera imaginado.
Esto no es lo único en lo que Marx se equivocó. Lo más sorprendente es que en el mundo en desarrollo la reorganización capitalista se agotó, cuando la gran mayoría de la fuerza laboral estaba aún fuera de su control. Las cifras son impresionantes. Si bien en Estados Unidos una de nueve personas trabaja por cuenta propia, la proporción en la India es 19 de 20. Menos de un quinto de los trabajadores en Perú está empleado por el tipo de empresa privada que Marx tenía en mente. En México lo está alrededor de uno de tres.
Incluso en lo interno de cada país, las mediciones del bienestar están fuertemente relacionadas con la proporción de la fuerza laboral que trabaja en la producción capitalista.
En el estado mexicano de Nuevo León, dos tercios de los trabajadores tienen empleo en empresas privadas, mientras que en Chiapas la proporción es solo uno de siete. No sorprende, entonces, que el ingreso per cápita sea más de nueve veces más alto en Nuevo León que en Chiapas.
En Colombia, el ingreso per cápita es cuatro veces más alto en Bogotá que en Maicao. Tampoco sorprende que la proporción de empleo capitalista sea seis veces más alta en Bogotá.
En la empobrecida Bolivia, el papa Francisco criticó “la lógica de las ganancias a cualquier costo sin pensar en la exclusión social o la destrucción de la naturaleza”, junto con “una confianza ingenua y burda en la bondad de quienes ostentan el poder económico y en el funcionamiento sacralizado del sistema económico predominante”.
Pero esta explicación del fracaso del capitalismo es bien poco acertada. Las empresas más rentables del mundo no están explotando a Bolivia: simplemente, no se encuentran ahí porque consideran que el país no es rentable. El problema más fundamental del mundo en desarrollo es que el capitalismo no ha reorganizado la producción ni el empleo en los países y regiones más pobres, con lo que la mayor parte de la fuerza laboral ha quedado fuera de su ámbito operacional.
Como lo han demostrado Rafael di Tella y Robert MacCulloch, los países más pobres del mundo no se caracterizan por tener una confianza ingenua en el capitalismo, sino una completa desconfianza, lo que lleva a fuertes demandas de intervención gubernamental y regulación del comercio. Bajo esas condiciones, el capitalismo no prospera y las economías permanecen pobres.
El papa Francisco tiene razón en enfocar su atención en la difícil situación de los más pobres del mundo. Sin embargo, el sufrimiento de estos últimos no es consecuencia de un capitalismo desenfrenado, sino de un capitalismo que ha sido frenado de manera equivocada.
Ricardo Hausmann, exministro de Planificación de Venezuela y ex economista Jefe del Banco Inter-Americano de Desarrollo, esdirector del Center for International Development y profesor de Economía en la John F. Kennedy School of Government de la Universidad de Harvard. Además preside el Meta-Consejo sobre Crecimiento Inclusivo del Foro Económico Mundial. © Project Syndicate 1995–2015