¿Qué es un Estado fallido? Esencialmente, donde no es posible ejercer la autoridad. Ingobernable sería un concepto sinónimo. Amerita escrutar las causas que imposibilitan ejercer la autoridad y algunas soluciones inmediatas para nuestro país.
De esas causas, la principal es la indigencia cultural. Analicemos un ejemplo ilustrativo. Después de la sangrienta rebelión de los esclavos haitianos, el rey Carlos X aceptó detener la represión contra aquella independencia, siempre y cuando estos aceptaran la ordenanza que les exigía la bicoca de 150 millones de francos de oro.
Como revancha a la atroz masacre de franceses hecha por los haitianos, los europeos impusieron esa grave indemnización con el objeto de resarcir a los colonos afectados.
El historiador P. Girard refiere que la exigencia fue remitida con una escolta de catorce buques artillados. Haití cedió, pues, de no aceptarse la exigencia, sus puertos iban a ser bloqueados y la isla, sitiada hasta la inanición.
Aquellas condiciones le impidieron a Haití su derecho humano al desarrollo, o niveles mínimos de educación para forjar una cultura básica. Así, permaneció en la miseria cultural que les caracterizó durante la era esclava, y que impidió el ejercicio natural de la autoridad y el poder en su sociedad. Desde entonces, por razones culturales, ha sido un Estado fallido.
Abuso de poder. La segunda razón que engendra Estados fallidos e ingobernables se deriva del abuso del poder. Ejemplos los hay en ambas frecuencias del espectro ideológico. En la derecha, vergonzosas dinastías como la somocista. En la izquierda, los Estados tras la cortina de hierro, que colapsaron al unísono cuando el muro de Berlín se derrumbó. La Venezuela de hoy, presa de saqueos por parte de un pueblo hambriento e indignado, es el ejemplo más reciente de un Estado fallido como resultado del ejercicio abusivo del mando.
Ahora bien, sin que medie la indigencia cultural o el abuso del poder, hay una tercera razón por la cual las sociedades se tornan ingobernables. Dicha causa es el “Estado insular”, donde el poder está peligrosamente atomizado.
En los Estados insulares, el poder se fracciona en pequeños archipiélagos o feudos autónomos, de tal forma que cada fragmento se anula recíprocamente hasta perder toda eficacia.
Tal fragmentación es causada por dos fenómenos sociológicos. Por una parte, una errática conducta política de la sociedad, que lleva a la inmovilización de la toma de decisiones como resultado de un exagerado desmembramiento político por la vía de una “democracia de cuotas”.
La España parlamentaria de hoy, prolífica en opciones partidarias, y que alcanzó más de doscientos días sin formación de gobierno, es un ejemplo dramático. También Costa Rica ha venido experimentando esa peligrosísima tendencia a fraccionar la democracia en cuotas.
Así, se llegó al extremo de que un partido eligió un diputado que representa la cuota de interés de los taxistas informales. Llegará el momento en que los formales también pedirán la suya. No nos extrañe cuando los interesados en eliminar los exámenes de incorporación a los colegios profesionales hagan un partido, y así hasta el absurdo.
En lugar de movimientos que velen por los ideales de la colectividad nacional, se están engendrando cascarones electorales representando cada interés creado. Un escenario digno de la dramaturgia de Jacinto Benavente.
Desviación. La otra razón por la que el poder resulta fraccionado se debe a la patológica desviación de la cultura legalista; sucede cuando el sistema y los funcionarios públicos abusan de su potestad reguladora y de control. También cuando se tiene el prejuicio de que los problemas solo es posible solucionarlos con la instauración de entes burocráticos permanentes para cada situación. Lo que convierte a los Estados en entes fragmentados, o, peor aún, con entidades duplicadas.
No hay buen abogado litigante activo que no haya sufrido las consecuencias de esta patología.
Un ente autoriza lo que tiempo después otro inspecciona y lo desaprueba, y, a su vez, es ratificado o rechazado por una tercera entidad, hasta que, luego de un viacrucis de años, algún tribunal descubre que toda aquella montaña rusa de aprobaciones y contraaprobaciones no era sino una arbitrariedad en perjuicio de algún cristiano arruinado por aquel macabro juego.
Situaciones que parodian el hilarante son de Celia Cruz quien cantaba “Songo le dio a Borondongo, Borondongo le dio a Bernabé”.
Existen medidas que deben establecerse de inmediato para detener esta tendencia y que, entre otras, han sido propuestas por la Comisión sobre gobernabilidad en el cuatrienio anterior.
Entre las más importantes, que los controles que no tengan relación con contrataciones o presupuestos los ejerza la Contraloría General de la República posteriormente al acto y no antes.
Darle carácter únicamente consultivo no vinculante a los dictámenes de la Contraloría y la Procuraduría, en aquellos casos que no sean estricta materia de protección de fondos públicos, y, además, limitar las facultades de control y fiscalización de la Contraloría a las razones de legalidad.
Bajo ese mismo enfoque, el diputado Otto Guevara Guth nos entregó, y explicó al Comité Ejecutivo del PLN, un proyecto de ley denominado “Gobernar sin excusas”, cuya buena intención es facilitar la gobernabilidad y combatir la “insularización” estatal que he descrito.
Orden. Aunque algunas de sus propuestas son improcedentes, una de las iniciativas viable coincide con la recomendación de la comisión de gobernabilidad, en el sentido de ordenar los entes descentralizados según sectores, y por vía decreto.
Asimismo, que los incumplimientos de las directrices ejecutivas sean conocidas por el Consejo de Gobierno con fines correctivos y disciplinarios, incluida la eventual destitución de los jerarcas, de tal forma que al presidente de la República se le faciliten sus potestades constitucionales de gobierno.
Sin embargo, amerita advertir la tesis reiteradamente expuesta por el experto en administración pública Johnny Meoño, quien insiste en que buena parte de la causa de la ingobernabilidad del país no está en las leyes, ni en sus instituciones, sino en la reticencia de los gobernantes a “planificar, liderar, decidir y articular” conforme al marco normativo que ya ofrecen las leyes de planificación nacional y la General de Administración Pública.
El autor es abogado constitucionalista.