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Falta de respeto y derecho penal

Saber escuchar y esperar el turno para responder también es una virtud ausente

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La existencia de valores fundamentales para la convivencia en sociedad nos lleva a preocuparnos por la cada vez mayor ocurrencia de conductas que los debilitan. No es extraño identificar hoy que el respeto sea un valor escaso.

En una buena cantidad de nuestras actividades diarias ya no es noticia el irrespeto.

Comencemos por la autoridad. Muestra signos de retroceso en el trato a la policía o a los oficiales de tránsito en el cumplimiento de sus labores.

De la misma forma, el descontento popular tiende a traducirse en manifestaciones de irrespeto hacia las autoridades políticas. Con razones justificadas o no, lo cierto es que la autoridad luce en muchos casos devaluada, en sus más diversas manifestaciones, de los padres a sus hijos, de los maestros a los alumnos, de las autoridades públicas a los ciudadanos. Cuando la autoridad se pierde, el castigo o la sanción aparecen como medida correctiva.

El respeto a las reglas de convivencia y las normas también sufre una escalada de desobediencia. El aumento en la criminalidad y el delito son alertas del deterioro en las reglas de convivencia.

Lo mismo vale decir sobre las normas de tránsito, caso que resulta emblemático y extenso en ejemplos de infracciones cometidas por conductores y transeúntes en todo momento.

Me pregunto sobre los efectos a los llamados a la conciencia hechos por las autoridades para conducir responsablemente, pues parece que en materia de tránsito todos somos de hule.

Maltrato a derechos. El respeto al prójimo presenta amenazas. Las redes sociales se han convertido en terreno fértil para faltar el respeto a las personas. Los abruptos, las ofensas, los epítetos malintencionados y los ataques personales dan un panorama desolador.

Este trato también aparece en la comunicación cara a cara, no solo por la distracción que causan los artefactos electrónicos al no prestar atención a mi interlocutor sino, también, por la distorsión producida cuando dos o más personas quieren hablar al mismo tiempo, y se interrumpen los unos a los otros.

Saber escuchar y esperar el turno para responder también es una virtud, muy ausente, por cierto, en algunos círculos políticos. El irrespeto a las mujeres, a los adultos mayores, a los niños y a los indígenas, completan el cuadro de ese prójimo que todos los días sufre maltrato a sus derechos.

La resolución de conflictos por los canales institucionalizados tropieza en una sociedad con una epidermis más irascible, donde más y más personas están dispuestas a resolver sus controversias con terceros por sus propios medios, incluso con los golpes de ser necesario.

Pasando al campo de las reglas de cortesía, el reclamo de generaciones longevas hacia las más recientes no es menor. Basta con escuchar a nuestros abuelos o a nuestros padres sobre las que consideran faltas a la cortesía actualmente.

Un por favor, un gracias, un cómo está, un sí señor o sí señora hacen la diferencia en el trato con los demás. Esa elegancia en las relaciones resulta en una utopía cuando obviamos el saludo, cuando se quiere llegar primero por encima de aquellos que han esperado pacientemente, cuando gritamos al hablar o pedir algo, cuando nos molesta ceder el espacio a quien lo necesita, cuando juzgamos a priori sin conocer la realidad del otro, o cuando simplemente desaplicamos la regla de tratar al otro como nos gustaría ser tratados.

La defensa del ambiente merece una valoración crítica a la luz del respeto. Indudablemente, como país hemos realizado esfuerzos notables para la protección y conservación del ambiente, pero no menos cierto es que nuestro comportamiento también pone al descubierto áreas que contradicen ese pregonado respeto.

El desperdicio del agua, el uso de las carreteras o lotes baldíos como botaderos de basura (sorprende observar la cantidad de desechos depositados en los bordes de las carreteras todos los días), la contaminación de los esteros y ríos, ensombrecen los esfuerzos en favor del ambiente.

Optar por el castigo. La lista podría continuar, pues cada uno experimenta el significado del respeto o irrespeto en su entorno. Como fórmula para contrarrestar los efectos negativos de esta realidad en sus distintas vertientes, hemos acudido a la que suele ser la vía más fácil y efectista: al derecho penal.

Es decir, optamos por el castigo (mayormente por el confinamiento) como mecanismo para lograr que impere el respeto. Castigamos con penas más fuertes a quienes desafíen la autoridad, dañen el ambiente o violen las reglas de tránsito, y ahora queremos agregar nuevos castigos para los que maltraten a los animales o abandonen a adultos mayores.

Por supuesto, a aquellos que en una sociedad se resisten a sujetarse a las reglas de convivencia, el derecho penal será siempre un aliado, pero no debe privilegiarse como la herramienta que sostiene los valores de un grupo.

La atención prioritaria a los valores debe tener lugar en espacios como la familia, la escuela, el colegio, la iglesia, en los medios de comunicación, siempre en el ámbito de la prevención.

En caso contrario, continuaremos sustentándolos en la sanción (cada vez más fuerte, pero con resultados discutibles) y no en la enseñanza, en el ejemplo, en el convencimiento que cada individuo tenga de las bondades de conducirse con respeto.

Marco Arroyo Flores es politólogo.

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