No sé cuándo a alguno de los “genios de la innovación” se le ocurrió que era hora de sumarse a la descristianización de la sociedad, y dio a luz un lema fulgurante, “¡felices fiestas!”, para nublar la bella claridad de las celebraciones del nacimiento del Niño Dios. Tal vez le parecía pasado de moda el amoroso ¡feliz Navidad!
Seguramente que el innovador tenía ascendiente sobre algunos sectores publicitarios o tal vez conocía bien cierta tendencia insulsa a la imitación. El caso es que la frase fue ganando terreno.
Los que debieron salir a poner coto a esta burla de la tradición cristiana –sobre todo la Iglesia católica– callaron, o al menos no han hecho mucho contra el desaguisado.
Por ello, se me ocurrió enviar estas líneas a La Nación para expresar mi protesta, que no es más que una solitaria voz clamando en el desierto.
Me impulsó también a hacerlo, la lectura de unas palabras escritas por un verdadero genio, Albert Einstein: “La diferencia entre la genialidad y la estupidez es que la genialidad tiene sus límites”, afirmación que se asemeja a lo que dice el Eclesiastés: Stultorum infinitus est numerus (infinito es el número de tontos).
A los que repiten el lema “felices fiestas” hay que preguntarles: ¿La fiesta de quién? ¿O por qué es la fiesta? Y a los que se sumaron a la “innovación” debemos recordarles que no hay celebración más bella que esta del misterio pascual, ni nada más conmovedor y amoroso que el canto angélico: “Gloria a Dios en las alturas y paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad”.
Así que poco ganan aquellos que no entienden el verdadero significado de estas fechas, confundidos en su intento de cambiar belleza espiritual por simplicidades materialistas o de tratar de vulgarizar el saludo fraterno tradicional que con gusto miles aún nos gozamos en decir: ¡Feliz Navidad!
El autor es periodista.