Hijos que agreden a sus madres es un fenómeno, desafortunadamente, muy poco estudiado. No es hasta el siglo XXI que algunos investigadores han hecho interesantes aportes más allá de los estudios en criminología.
Además de la falta de estadísticas sobre el problema, este tipo de violencia es un tema tabú y no se denuncia por vergüenza. Se establece, así, un círculo vicioso entre pena y culpa al creer que quizá ella fue una mala madre, pues es bien sabido que la cultura patriarcal incide directamente en la culpa universal que siempre recae sobre la mujer.
Aunado a lo anterior, el binomio monoparentalidad y la violencia filioparental parecieran ir de la mano, y no es casualidad, pues las familias con un solo progenitor van en aumento, no solo por la ausencia física del padre, sino también por la ausencia emocional de él, la indiferencia y la escasa atención que este da en el cuidado y crianza de sus hijos, de tal manera que la madre debe asumir un papel de autoridad que no siempre acepta el hijo varón.
Cada día se presentan más casos de hijos (hay mayor incidencia en los varones) que han decidido invisibilizar a su madre, descalificarla, burlarse o alejarse de ella e ignorar todo lo que esa mujer hizo por él, sin sentir el menor remordimiento, pues los agresores carecen de culpa. Eso se llama violencia emocional.
Origen. Aunque siempre ha existido, esta violencia aumentó en la década de los setenta, cuando tomó fuerza una filosofía de crianza cuya proclama era “a los chiquitos no se les puede frustrar”, todo se les debía tolerar, por más violentas sus reacciones y demandas. Sus caprichos debían resolverse, mamá tenía que complacerlos siempre y sus deseos y berrinches debían ser resueltos a cualquier precio.
Así, empezó la crianza de una generación de hijos demandantes, quienes no aceptaban límites y lograron convertir los roles de autoridad en un estilo muy diferente del que conocíamos, es decir, se invirtieron las jerarquías: la madre se convirtió en la empleada de sus hijos; ellos ordenaban, pedían, señalaban, se enojaban, manipulaban. Eran los tiranos de la casa y mamá obedecía.
Esos niños nunca entendieron el significado de las palabras respeto, consideración o empatía, pues, ante el esmero y la abnegación de sus madres, sus respuestas fueron más demandas, prepotencia y sentirse merecedores de todo, al punto que muchos de esos muchachos llegan a presentar rasgos narcisistas de personalidad, pues se convirtieron en los dueños de la verdad y en los jefes del círculo donde se mueven.
Las características más fuertes de sus personalidades tienen que ver con la incapacidad de aceptar un “no”; son egoístas, impulsivos, no toleran la frustración, no sienten culpa, usualmente ven a los demás por encima del hombro.
Mujer-madre. A estas alturas, cabe preguntarse si la monoparentalidad y el ser mujer-madre será un factor de riesgo.
¿Acaso esas madres también eran agredidas por sus parejas y tenían ya un terreno “abonado” para prolongar la victimización de la cual sus hijos sacaron ventaja?
Los prejuicios culturales que le dan al hombre la supremacía, ¿influyen en que a muchos varones se les haga difícil aceptar ser educados por una mujer?
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Al margen de los factores sociales y culturales promotores de la victimización de muchas madres, es determinante que ellas dejen de dudar del papel que desempeñaron, dejen de sentir culpa y duda porque no existe madre que en el proceso de crianza de sus hijos no haya cometido errores de amor, ya que no existe libro alguno que enseñe las bases de una maternidad “perfecta” porque ser madre es el oficio más difícil que la naturaleza nos impuso.
La autora es psicóloga clínica.