Las personas negras conocemos de primera mano la riqueza de nuestras culturas y el valor de nuestros aportes a tantas esferas del progreso humano, en artes y ciencias, deporte, política, negocios y activismo.
Sabemos los nombres de quienes nos visibilizan y llevamos sus logros grabados en la memoria y en el pecho como propios porque abrieron puertas y quitaron vendas que impedían ver lo que podría ser en favor de lo que siempre había sido.
Por eso, sorprende que, como consejo a la negritud, Jacques Sagot, a quien admiro como pianista y leo desde niño, nos sugiera el combate contra el racismo recuperando nuestra autoestima y recordando la grandeza de nuestra cultura, y no criticando las expresiones racistas en el lenguaje y los símbolos (”La negritud debe asumir su grandeza” 21/6/2020).
En principio, y por controversial que parezca, a las personas negras no nos corresponde curar el racismo. Sin embargo, llevamos siglos luchando y educando desde nuestros respectivos campos para erradicarlo, y hemos conseguido avances con cuentagotas, y como aguaceros, para que florezcan más victorias para la equidad y la inclusión.
A algunos no les gustan ni nuestras luchas ni sus formas. En su momento, el 72 % de los estadounidenses censuraron la protesta de Colin Kaepernick, quien se hincó mientras entonaban el himno nacional para condenar la violencia racial de la Policía. Fue calificado de antipatriota.
Más de seis años tardó el movimiento #BlackLivesMatter para lograr que una sustancial mayoría de ese país apoye la noción de que las vidas negras importan.
Tolerancia de la discriminación. Cuando en Costa Rica fueron señalados los tratamientos racistas en el libro Cocorí sobre su protagonista, sobraron invectivas contra las diputadas negras que pidieron revisar el apoyo estatal a este libro, y aún hoy los ataques persisten.
Indicar que una frase, un símbolo, una acción o una persona es racista no es un insulto, pero las reacciones defensivas que generan esos señalamientos revelan muchísimo sobre en dónde debemos comenzar a desmantelar el andamiaje social que tolera y sustenta la discriminación racial.
El racismo no se soluciona con más autoestima negra, sino con formación antirracista de la mayoría blanca y mestiza, su compromiso y acciones pro equidad, diversidad e inclusión y, fundamentalmente, con su reconocimiento de que el racismo aún vive en instituciones, procesos, normas y hasta en el lenguaje, los medios y los símbolos.
¿Cómo no luchar contra los símbolos racistas si estos son los mismos recursos usados históricamente para construir en la psiquis social tantos estereotipos dañinos sobre la negritud?
Palabras, representaciones (Zwarte Piet, blackface), marcas y logotipos (Aunt Jemima, Uncle Ben) con raíces en prácticas profundamente racistas perpetúan visiones hostiles, reduccionistas, y sesgos raciales implícitos.
Pero las mayorías no conocen los orígenes y subtextos discriminatorios de esas frases y símbolos, e incluso hoy las defienden creyendo que exaltan o dan representación a las personas negras y su cultura.
Usar la semiótica. No. Son recordatorios caricaturizados de la histórica marginación de las minorías negras, que hacen ignorar episodios dolorosos de exclusión y dominación.
Abordar los usos racistas del lenguaje y la comunicación es necesario porque para erradicar un mal que ha invadido y se alimenta de cada elemento del sistema social, y en ausencia de legislación contra la discriminación, hay que identificar todas sus manifestaciones hasta que su uso sea inconcebible por la ofensa que conllevan.
Microagresiones y asesinatos contra minorías raciales: ambos son extremos de un mismo espectro de racismo del que la sociedad no ha logrado liberarse, y toda esa gama de opresiones merece ser señalada y repudiada.
Quienes deben comenzar a dar pasos agigantados y decisivos son las mayorías no racializadas y quienes ostentan el poder en las instituciones y empresas.
Las personas negras no dictamos las leyes, no construimos los currículos educativos, no asignamos presupuestos y salarios, no contratamos puestos ejecutivos en empresas ni profesores en universidades. No elegimos qué se publica sobre nosotros ni tan siquiera cómo se enseña nuestra historia y cultura.
Necesitamos ser incluidos en las mesas de discusión y toma de decisión, en las papeletas electorales, en planes de estudio y textos educativos; y no por nuestra piel ni por cumplir cuotas, sino por nuestro valor intrínseco como humanos y los aportes que hemos hecho y seguimos haciendo a las sociedades.
El autor es comunicador y administrador de empresas.