Costa Rica, país privilegiado por la naturaleza, libre de conflictos sociales, hogar de gente inteligente, talentosa y deseosa de progresar, y que posee herramientas esenciales para el avance, debió ser la primera nación desarrollada de Hispanoamérica hace, por lo menos, 20 años.
Para las personas con bastantes años, la explicación de nuestro rezago en desarrollo es simple: los políticos de los últimos 50 años han carecido de la visión del estadista —como lo entendía Winston Churchill— y les ha faltado, además, el espíritu de lucha y valentía al gobernar. No perdamos de vista que valentía es hacer algo heroico, lo correcto, incluso cuando hay mucho que perder. Por otro lado, algunos políticos han sido mezquinos y egocéntricos cuando están en la oposición.
Excluir a los municipios de la reforma fiscal y no incluir a las universidades, bancos y otros entes «en competencia» —aunque para competir solo se requiera honestidad, buen desempeño y eficiencia— en la ley de empleo público son ejemplos de la conducta política egoísta, calculadora y contraria a los intereses nacionales.
Vocación y currículo. En nuestro sistema de salud pública, la vocación de servicio del personal sanitario destaca por la solidaridad, empatía y buen desempeño. También, personas íntegras, eficientes y serviciales laboran en el gobierno e instituciones estatales. No obstante, desde la perspectiva política, el concepto de servidor público perdió su esencia. El deseo de servicio a la comunidad ha sido reemplazado por el currículo con estudios de bachillerato, licenciatura, maestría, etc.
El aporte de más títulos académicos no ha conducido al Estado a mejor educación pública, los resultados de las pruebas PISA son desalentadores, y tampoco la función pública muestra un desempeño más productivo, eficiente y de mejor calidad de los servicios que presta. La tramitomanía es un obstáculo que causa pérdida de tiempo y recursos, y perjudica el crecimiento del sector productivo.
Mejorar el currículo en el Estado es solo una justificación para obtener beneficios económicos mutuos entre empleados y sindicatos de todas las instituciones, dejando de lado al ciudadano, que debe pagar más impuestos.
Los 2.200 empleados estatales que ganan más que el presidente, el camionero de municipio con un salario de ¢3,7 millones y los tráficos cuyas remuneraciones ascienden a ¢2 millones son solo una muestra del deficiente desempeño de nuestra clase política.
Integridad. Interpretar lo que las leyes dicen, o no dicen, es un asunto de integridad, como señaló el filósofo y político romano Séneca: «Lo que las leyes no prohíben, puede prohibirlo la honestidad».
Que algunas personas hereden pensiones de lujo de por vida en un país pobre, al borde del abismo económico, no es racional. No recuerdo en los duros cursos de Matemática, Física e Ingeniería algo que sea más difícil de entender que las pensiones, los derechos adquiridos y la autonomía de algunas instituciones.
La integridad es aquello en que no falta alguna de sus partes. De una perfecta probidad, incorruptible. Nos dice el diccionario. Quizás la política y ciertas profesiones deberían nutrirse, fortalecerse de alguna manera del razonamiento matemático y científico, para evitar así los corruptos sesgos emocionales y personales, los cuales impiden a las personas ser plenas, con la perfecta probidad que sus cargos y la sociedad exige.
Los políticos, magistrados y rectores de las universidades públicas deben hacer un gran esfuerzo por mejorar la percepción que la mayoría de los ciudadanos tienen de ellos.
Toda persona puede ser presidenta, vicepresidenta o diputada, según los pocos requisitos que exige nuestra carta magna; sin embargo, los partidos políticos, aparte de un adecuado plan de gobierno, deberían solicitar requisitos más exigentes para sus aspirantes.
Más que un llamativo currículo —acompañado de una cara agradable y sonriente— nuestra patria pide a gritos personas íntegras, con vocación de servicio, valientes y luchadoras por la igualdad y progreso de todos los habitantes.
El autor es ingeniero.