La crisis sanitaria global causada por la covid-19 ha sido enfrentada en Costa Rica con determinación y acierto. La crisis económica producto de la enfermedad, en cambio, arriba a un país que en el pasado ha tenido problemas para llegar a acuerdos básicos sobre cómo enfrentar la recesión.
En 1980, la crisis se enquistó como un concepto perenne y, entre 1981 y 1997, se convirtió en uno de los principales ejes de la propaganda político-electoral. El origen de esa insistencia fue la recesión económica que tuvo el país entre 1980 y 1981.
Algunos datos de la época fueron de terror: entre 1980 y 1982, la tasa de crecimiento económico fue de -3 % y el salario promedio real se redujo en aproximadamente un 40 %.
La inflación pasó de un 17,8 % en 1980 al 81,8 % en 1982 y el tipo de cambio pasó de ¢8,6 en setiembre de 1980 a ¢60 en julio de 1982.
El gasto público pasó de ¢5.919 millones (valor corriente de 1978) a ¢16.294 millones en 1982; la inversión pública se elevó del 30 % en 1978 al 36 % en el período 1978-1981; el uso del crédito por parte del Gobierno Central subió del 36 % en 1978 al 65 % en 1980 y a un 40,2 % en 1982; el ahorro público bajó del 15 % en 1978 al 3,1 % en 1981. La tasa de desempleo subió de un 4,6 % en marzo de 1980 al 9,6 % en marzo de 1982.
Tema electoral. ¿Qué produjo la crisis? Las discusiones se extendieron durante toda la década de los ochenta, y aunque la evidencia era mucha para indicar que el grave endeudamiento anterior a 1978 había sido determinante, el Partido Liberación Nacional convenció varias veces al electorado de que no había sido su modelo de Estado empresario (1970-1978), sino las políticas “neoliberales” de Rodrigo Carazo las responsables de la crisis.
¿Cómo salir del abismo? Las políticas esbozadas desde 1982 fueron determinadas primero por el FMI, pero pronto tuvieron un correspondiente grupo de economistas locales que las adaptaron al contexto nacional.
La adaptación involucró un “ajuste social”, empero, dependió de los ciclos electorales: una fuerte reforma en los dos primeros años de gobierno, que luego se dejaba de lado y relajaba para convencer a los ciudadanos de votar por el partido oficial en las siguientes elecciones. Es lo que Eduardo Lizano pizpiretamente llamó el “nadadito de perro”.
La crisis fiscal. Tengo la impresión de que la crisis se abandonó como tema determinante entre el 2000 y el 2006, en la medida en que fue superada por otros asuntos, pero retornó cuando se inició la discusión pública sobre el TLC y el referendo.
Después del 2009, en el contexto de la ejecución del Plan Escudo, la crisis se volvió otra vez acuciante; sin embargo, no se enfrentó con decisión política entre el 2010 y el 2018. Allí, imperó no el "nadadito de perro” sino la desidia otra vez alimentada por intereses electorales.
La llamada crisis fiscal, independientemente de que se compartiera la reforma triunfante en diciembre del 2019 o no, fue la llamada de atención al asunto de una transformación del Estado, emprendida y cercenada durante 40 años por intereses de distintos grupos.
La crisis y recesión generadas por la covid-19, así, aparcan en una Costa Rica severamente herida desde antes. Salir de ella conlleva probablemente un nuevo pacto social.
Somos una sociedad escindida, pero eso no es un fenómeno de ahora. Tampoco es un fenómeno nuevo los actores que explotan esa fragmentación ni sus discursos.
Lo que sí parece nuevo es que los residuos de enfrentamiento provenientes del pasado cercano han causado una acumulación confrontativa que tiene un escenario casi por estallar, al que la covid-19 podría contribuir de manera profunda.
Evitar a toda costa que nos sigamos quebrando y producir un nuevo sentido de paz para nuestras relaciones cotidianas ha de ser la guía que nos venga del pasado y nos ilumine el camino. A todos nos corresponde asumir nuestro papel histórico al respecto.
El autor es historiador