La afirmación del expresidente de los Estados Unidos Theodore Roosevelt, «una gran democracia debe progresar o pronto dejará de ser o grande o democracia», obliga a los ciudadanos a meditar sobre la realidad política, social y económica de nuestra democracia, particularmente este año, cuando se cumple el bicentenario de la independencia.
Es necesario un juicio crítico, sano, de cómo es nuestra democracia por dentro. No es suficiente lo que otros, desde fuera, vean y digan lo bien que estamos. Si hace ocho décadas escogimos el rumbo correcto en salud, educación y la justa relación entre trabajadores y patronos y, además, no tenemos ejército ni conflictos bélicos, ¿por qué no progresamos?
Daño a la democracia. A partir de la década del 70 del siglo anterior nuestros políticos empezaron a ver el Estado como una oportunidad para hacer negocios, enriquecer el currículo y crear un permanente y «digno» espacio laboral, sustituyendo el concepto de abnegado servidor público en beneficio de la sociedad por el de empleado que labora en la gran empresa estatal.
Con mejores beneficios que quienes trabajan en las grandes transnacionales, pero sin el debido desempeño, la alta eficiencia y los óptimos resultados que sí exigen estas compañías.
El Estado, lejos de promover relaciones más igualitarias, creó beneficios que solo puede disfrutar el sector estatal: altos salarios, aguinaldo escolar, vacaciones prolongadas, pensiones mayores a las del Régimen de Invalidez, Vejez y Muerte, incapacidad laboral del 100 %, 12 años o más de cesantía, inamovilidad laboral y una gran cantidad de pluses y beneficios, que no son más que desigualdades entre unos y otros.
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Sin progreso. A consecuencia de las erróneas decisiones políticas, el desarrollo se estancó hace 50 años: el nivel de pobreza ha estado por encima del 20 % durante décadas, la educación pública en escuelas y colegios es deficiente, la infraestructura vial y la movilidad ciudadana tienen unos 25 años de rezago.
Además, la operación del obeso, ineficiente y costoso aparato estatal tiene al país sumido en una grave crisis fiscal y, como solución, se pretende endeudarnos más, en vez de hacer antes una justa y necesaria reforma del Estado.
Es urgente que nuestros líderes políticos mediten y sean conscientes de que su responsabilidad en el bienestar no es solo con quienes laboran en las instituciones estatales, sino para con todos los habitantes del territorio nacional.
Causa tristeza y molestia saber que hemos llegado a un límite peligroso para nuestra democracia y que ni siquiera la crisis fiscal y la pandemia juntas hayan podido hacer comprender a Carlos Alvarado, a su partido y a muchos otros políticos que el estatismo iniciado hace 50 años no debe continuar, es clasista: muy bueno para muy pocos y muy malo para la gran mayoría, es decir, dañino para la democracia.
Reforma del Estado. No hace falta ser economista para entender que antes de pedir prestado al Fondo Monetario Internacional y endeudar más el país, el gobierno debe recorta gastos, vender activos —lo cual no significa crear desempleo, los activos sin empleados no funcionan—, eliminar entes innecesarios u obsoletos y aprobar una ley de empleo público que elimine las convenciones colectivas y no deje abiertos portillos que aumenten el costo de la planilla estatal.
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El ciudadano consciente de la realidad del país, que cree en la democracia, que es libre de ataduras ideológicas y sin planes de ser un miembro del privilegiado enclave estatal, no puede oponerse a una reforma del Estado que beneficia a toda la sociedad.
Elecciones para progresar. Si nuestros políticos pudieran discernir entre sus intereses personales, partidarios y los del país —desarrollo y bienestar de todos los ciudadanos—, saldríamos de la zozobra, del inminente naufragio y tomaríamos el rumbo a buen puerto.
Aunque suene un poco extraño —pero ya ocurrió en las elecciones de 1966— el candidato que el país necesita para progresar y robustecer nuestra democracia hay que ir a buscarlo, hay suficientes ciudadanos capaces, íntegros y luchadores que no viven de la política ni anhelan meterse en ella, pero que harían el sacrificio de servir a la patria con el respaldo de un adecuado plan para el país.
Debemos hacer un alto en el camino y no seguir con la correntada de aspirantes a candidatos atraídos por el anuncio de las elecciones.
El autor es ingeniero.