Pasado el culebrón entre la Empresa de Servicios Públicos de Heredia (ESPH) y el Ministerio de Justicia, gracias a la oportuna intervención de la Presidencia, lo único responsable que podemos hacer quienes estamos vinculados al sistema penal es apoyar a las autoridades penitenciarias de la ocurrencia de los diputados de recortarles el presupuesto destinado al monitoreo electrónico.
Es vergonzoso escuchar a unos legisladores, por ignorancia o revanchismo, pedir la cabeza de la ministra y amenazar con desfinanciar un programa creado por ellos y que, desde el inicio, con todo y sus oportunidades de mejora, ha funcionado. Pero, sobre todo, es un programa pensado para disminuir la violencia y ajustarnos a los tiempos, que reclaman nuevas formas de castigo, más útiles y menos costosas.
A veces, se nos olvida que si el país paga $800.000 cada mes por las tobilleras electrónicas, esa cifra está muy lejos de los casi $20 millones mensuales que supone mantener a los 16.000 privados de libertad que pueblan nuestros centros penitenciarios.
La prisión electrónica, como también se le conoce, responde a las tendencias criminológicas y políticas más modernas, según las cuales, tras 300 años en que la cárcel fue la pena reina, sus magros resultados han obligado a buscar otras opciones.
Abandonar la crueldad. Como dice Steven Pinker en su libro The Better Angels of our Nature, la especie humana ha desarrollado un principio de conciencia que progresivamente la aleja de la crueldad.
Somos menos violentos que hace 500 años. Así como en el siglo XVIII coincidían en que mutilar extremidades o cortar cabezas no era la forma más humanitaria de responder a la delincuencia, poco a poco, nos damos cuenta de que la cárcel para todos los delitos es inútil y contraproducente.
Hay que dejar la mezquindad y el sentido de trascendencia que todos queremos cuando se ocupa un cargo político. Necesitamos una cultura de la humildad y la intrascendencia.
El monitoreo electrónico no es bueno, o malo, porque se empezó a diseñar durante la administración Chinchilla Miranda; no es bueno, o malo, porque se puso en marcha, no como plan piloto, sino como ley, en la administración Solís Rivera; no es bueno, o malo, porque se expanda y consolide durante la administración Alvarado Quesada.
Es bueno porque su eficacia para conjurar la reincidencia está probada, porque es una iniciativa que permite al país ponerse de acuerdo en un cambio, parcial, pero necesario, con miras a transformar el paradigma sancionatorio endurecido durante 30 años con resultados desastrosos: más aprisionamiento y, a la par, aumento de inseguridad.
Reforma. No importa quién se lleve las medallas; importa que Costa Rica actualice su vetusto sistema penitenciario dando pequeños pasos que tengan una mirada larga.
En lugar de amenazas ridículas, pero sumamente peligrosas si llegaran a cumplirse, en el Congreso deberían estar empleándose a fondo en reformar la ley de vigilancia electrónica cuyos vacíos, que nada tienen que ver con el éxito del programa, sí fueron exclusiva responsabilidad legislativa, tanto como la decisión de haber aprobado una norma sin ningún contenido presupuestario.
En el 2016, se presentó un proyecto para modificarla, que sigue sin votarse. Quitarle fondos a Justicia por un conflicto con el operador de las tobilleras, sería tan absurdo como restarle dinero al Ministerio de Educación porque hubo deserción escolar. No se castiga a la titular de la institución, sino al país y los esfuerzos que se hacen desde hace casi 10 años. También retrata el cortoplacismo que tanto daño produce.
No olvidemos a las personas, ninguna condenada por delitos graves, que están bajo monitoreo electrónico. No queremos que vuelvan a delinquir, necesitan equipos técnicos robustos que las acompañen y faciliten su proceso de inserción social lejos de la violencia.
No necesitan, en cambio, la estigmatización de los políticos, como por décadas ha causado el encarcelamiento, para alimentar los miedos y arañar un puñado de votos.
El autor fue ministro de Justicia y es profesor universitario.