Es absolutamente inadmisible que historiadores hablen de la dictadura de Federico Tinoco como la última en Costa Rica.
Tinoco ejerció una dictadura tropical de las más folclóricas por el descaro en el robo de fondos públicos, por el crimen político institucionalizado —empleando al esbirro Patrocinio Araya como asesino oficial— y por su también folclórica caída y huida a Francia, donde moriría en la pobreza.
El filólogo chilenocostarricense Juan Durán Luzio ha mantenido la hipótesis de que la célebre novela El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez, está inspirada en Federico Tinoco y ella lo convirtió en el modelo clásico del dictador latinoamericano.
Pero, porque se tratara de una dictadura tan clásica, tan despiadada, y símbolo universal, no significa que haya sido la última en Costa Rica.
Tal afirmación es una insensatez histórica. ¿Qué fue, entonces, el gobierno de los 18 meses de José Figueres? ¿Cómo se interpretaría el pacto Figueres-Ulate, que fungió luego de la guerra civil de 1948 y permitió el ejercicio del poder sin Constitución Política, sin Asamblea Legislativa y sin apego a ningún orden jurídico? ¿Cómo calificar el destierro y el exilio que sufrió un 10 % de la población costarricense? ¿Y los despidos de empleados públicos, incluida la famosa persecución del personal docente en el país? ¿Y los asesinatos sumarios?
Persecuciones. No me refiero a los crímenes en la batalla de El Tejar, ni a la masacre de 18 hombres que fueron sorprendidos en una troja en Quebradilla, en su retirada hacia Desamparados después del horror de El Tejar. Esto ya sería censurable y detestable. Pero ¿qué decir de la gente prisionera, a resguardo del gobierno revolucionario, entre ellos un diputado, quienes fueron sacadas clandestinamente, en medio de la noche y asesinadas en el Codo del Diablo? Existe una novela intitulada Los vencidos, de Gerardo César Hurtado, que recuerda la implacable persecución contra los derrotados de la guerra civil de 1948, y la literatura de la época está llena de testimonios sobre las indignidades y los sufrimientos infligidos a los denunciados como calderonistas o comunistas.
Me pregunto: ¿Se pretende hacer creer que ese período no existió? ¿Que no se rompió el orden constitucional ni hubo alteración del orden jurídico? O, aún peor, ¿se nos pretende decir que esa dictadura no existió?
La Junta de Gobierno que ejerció un poder absoluto por 18 meses no puede considerarse un gobierno constitucional ni proveniente de la voluntad popular, ni mucho menos como la continuidad política.
Está claro que un gobierno establecido por la fuerza y el poder de las armas, que pacta con la base mayoritaria de la oposición para gobernar sin Congreso, repartiendo decretos ejecutivos a diestra y siniestra y persiguiendo y asesinando a sus adversarios no podría calificarse más que como una vil y sangrienta dictadura.
Sin discusión. Lo anterior está claro y no creo que admita ninguna discusión. Lo que es alarmante es que los historiadores pretendan ignorarlo; digo mal, que se proponga alterar la historia nacional e imponerla a los costarricenses mediante el empleo de una calificación académica para fines ajenos a su profesión. Aunque no es el único de los episodios vergonzosos en nuestros anales históricos, este es uno de los más graves que estamos sufriendo actualmente.
Treinta años después, vivimos una dictadura en todo el referente de su significado y no hay duda de que, muchas de sus víctimas, la considerarían aún peor que aquella de los Tinoco.
El autor es filósofo.