Uno de los aspectos más sobresalientes del proceso electoral del 2020 en Estados Unidos es lo que algunos especialistas denominan polarización afectiva.
Es la tendencia a la hostilidad hacia el adversario político y el fuerte apego al partido o facción con que se simpatiza.
La confrontación entre los grupos llamados de extrema derecha y extrema izquierda, antes de las elecciones del 3 de noviembre, fueron manifestación de la tensión que podía ocasionar este fenómeno.
Como si no hubiera sido suficiente, la certificación de la victoria de Joseph Biden, el 6 de enero, en ambas cámaras del Congreso de Estados Unidos, fue interrumpida por la entrada violenta de manifestantes al Capitolio.
Analistas se refieren a esto como una ruptura del excepcionalismo estadounidense. Si bien no existen hechos similares en la historia reciente de ese país, no quiere decir que no iban a suceder allí o en otros lugares, como Costa Rica, otra democracia considerada excepcional.
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La polarización afectiva en EE. UU. se observa con mayor intensidad más o menos desde la década de los noventa. En su tradicional sistema bipartidista, en el cual las posiciones de política e ideologías han gravitado alrededor de los partidos Demócrata y Republicano.
Simpatizantes de uno y otro (o sus facciones) manifiestan actitudes más hostiles hacia sus adversarios políticos y posiciones defensivas.
El problema es complejo, porque se combina con otras cosas que antes eran menos comunes en países con economías de renta alta, a saber, el populismo, elevada desigualdad económica y social y resentimientos étnico y de clases.
Sin duda, las incitativas de Donald Trump al desconocimiento de la institucionalidad democrática influyen bastante. Pero antes de él y fuera de su país se veían problemas similares que acentuaban la hostilidad y la fuerte identificación con temas específicos.
Incremento. Las elecciones estadounidenses del 2020, por lo menos en lo que respecta a populismo y polarización afectiva, no se alejaron mucho de lo observado cuatro años atrás. Tal vez fueron más polarizantes, como evidencia lo pasado este 6 de enero.
La polarización se nota con más intensidad a partir de la muerte de George Floyd, afrodescendiente muerto a manos del policía que lo custodiaba. Este evento detonó una ola de protestas dentro y fuera de Estados Unidos.
La polarización afectiva se vinculó al clivaje del racismo estructural. Temas delicados como la memoria histórica se mezclaron con el contexto electoral. En medio de las discusiones, fueron objeto de disputa varios símbolos, como la bandera confederada y estatuas. Estos son significativos para un sector de la población (blanca), pero traen a la memoria las atrocidades cometidas contra millones de personas negras. Son un recordatorio odioso del racismo que siguen sufriendo sus descendientes.
Del lado más progresista también hubo señales de polarización afectiva. Es el caso del movimiento Defund the Police que, aunque sea una idea de política motivada por evidencia acumulada de brutalidad policial, especialmente contra las personas negras, parece ser una propuesta más influida por la emoción que por argumentos racionales.
Férrea competencia. En su obra Gobernando el vacío: el vaciado de la democracia occidental, Peter Mair señala las dificultades que vienen teniendo los partidos tradicionales en países más industrializados para competir electoralmente.
Mayor abstencionismo, desafección de votantes, desalineamiento partidista, disgusto y radicalización se ven con más intensidad desde principios del presente siglo. Algo aprovechado por la extrema derecha.
Aunque contribuyen a esto la globalización con sus efectos en competencia foránea, inestabilidad laboral y disminución en salarios reales para sectores menos preparados, las causas del fenómeno son más complejas. Se combinan cambios en los valores de la sociedad.
El sociólogo Ronald Inglehart llama valores posmateriales a la protección de la naturaleza y el derecho a elegir sobre el propio cuerpo —por ejemplo, aborto y eutanasia—. Estos compiten con los tradicionales, algunos fundamentados en religiones de amplios sectores.
Los partidos tradicionales encuentran difícil ajustarse a los cambios en el electorado y la sociedad. Se volvió común que recurran a fórmulas radicales para atraer votantes, aunque les cueste votantes leales, aliados dentro y fuera del partido y su permanencia en el poder. El Partido Republicano es un ejemplo.
Costa Rica no es la excepción. Las causas y los efectos de la polarización afectiva tampoco son ajenas a nuestro país.
Costa Rica es considerada una nación excepcional, «la democracia más antiguas de América Latina», afirman algunos.
Politólogos como Fabrice Lehoucq y Mitchell Seligson utilizan desde hace años el eufemismo «problemas en el paraíso» para señalar que el país, a pesar de sus logros excepcionales en materia de democracia y desarrollo humano, es crecientemente vulnerable.
Los partidos tradicionales no se han adaptado al desafío. Se han enfrentado a grandes cambios estructurales desde hace varias décadas, lo cual los ha dejado, como decía Mair, «gobernando el vacío». Sin ideas que ataquen las causas estructurales de los problemas, tentando a nuevos votantes, tal vez porque piensan que tendrán el mismo éxito que líderes como Donald Trump, o por la competencia de nuevos partidos extremistas. Quizá creen que es una forma de hacer política que vino para quedarse.
Que los acontecimientos recientes en Estados Unidos les sirvan de ejemplo de lo que no debe hacerse.
El autor es académico de la UCR.