La honra y la reputación son elementos esenciales de nuestra personalidad. La primera es la estima y respeto de la dignidad propia; es la manera como nos vemos a nosotros mismos; la segunda es la opinión que los demás tienen de nosotros.
Ambas se construyen con el paso de los años, sumando vivencias personales y profesionales, nuestras virtudes y defectos, nuestros aciertos y fracasos. Son tan importantes que han sido elevadas a la categoría de derechos humanos y se les considera bienes jurídicos merecedores de protección ante ataques injustificados.
Bajo la pluma de Cervantes, don Quijote le decía a Sancho Panza que “por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida”. De hecho, no está muy lejana la época cuando las personas se batían en duelo para dirimir cuestiones de honor. Dichosamente, hemos evolucionado como sociedad y las afrentas a la honra y a la reputación se resuelven hoy por las vías legales.
El legislador costarricense previó un sistema penal de protección al honor, mediante los delitos de injurias, calumnias y difamación. Si bien podemos cuestionar la necesidad de mantener la sanción penal en el contexto de las sociedades democráticas actuales, sobre todo, cuando se trata de la crítica a personas públicas o relacionadas con asuntos de interés público, el Estado tiene la obligación de establecer mecanismos de tutela del honor y la reputación, y todas las personas tienen derecho a que se les brinde protección frente a manifestaciones maledicentes.
Excesos. Lamentablemente, so pretexto de buscar una reparación a su buen nombre y reputación, las personas incurren en el exceso de plantear indemnizaciones por cientos de millones de colones por daño moral, lo cual considero inadecuado e impropio de nuestra tradición jurídica.
Según mi criterio, la honra y la reputación son bienes jurídicos invaluables, preciados tesoros que nos definen como personas y como miembros de la sociedad. No obstante, eso no implica que por una ofensa al honor o a la reputación tengamos derecho a una compensación multimillonaria. La protección al honor y a la reputación no debe desnaturalizarse ni mercantilizarse.
Los juicios por delitos contra el honor tienen como objeto establecer si se cometió una ofensa y si se lesionó el honor ajeno. Por eso, cuando se produce una condena, la sentencia es en sí misma una forma de reparación porque establece que el acusado incurrió en una falta y le imponen una sanción.
En su decisión, el juez realiza un reproche jurídico a la conducta del acusado, cuya importancia no debemos desconocer. Desde luego, a eso se agrega el derecho a una indemnización razonable por el daño moral causado. Pero ese derecho no se debe ejercer de manera abusiva o desmedida, como ha sucedido en el sistema de derecho anglosajón.
En momentos en que algunos proponen agravar las penas para estos delitos cuando se cometen por Internet y a la vez se discuten en el Congreso iniciativas que atentan contra la libertad de expresión, como el proyecto de ley que pretende castigar “crímenes de odio”, vale la pena recordar que también existen prácticas inconvenientes en esta materia, las cuales hay que denunciar y erradicar.
El proceso penal no es un medio para lucrar desmedidamente y los jueces deberían ponerles freno a los ímpetus de quienes pretenden utilizarlo con ese propósito.
El autor es abogado.