Hace un par de años un compañero de trabajo me preguntó que por qué razón yo disfruto del feriado del 25 de diciembre, si no soy creyente. En ese entonces, solo le contesté con una sonrisa retorcida. Es hasta ahora, que lo he pensado un poco más, que escribo lo que debí responderle.
Para empezar, pude haberle dicho una obviedad, que nadie escoge los feriados; así como tampoco escoge a los padres, el color de piel o la bandera. No tiene sentido renegar de ellos.
¿Navidad para un ateo? Más que un día, es una época, y cada no creyente la vive como quiere. En ninguno de esos casos se le puede reprochar incoherencia o «traición» ideológica.
El motivo es que el ateísmo —como descreencia en Dios— no está en conflicto con la mayoría de las costumbres y tradiciones de esta época.
Costumbres y tradiciones. Los comerciantes le llaman temporada navideña al consumismo que se genera en un mes y que ocasiona el 30% de la basura del año, producto de decoraciones desechables, envoltorios de regalos, empaques de comidas y botellas de plástico y vidrio, gracias a un «apetito» repentinamente insaciable.
Los adornos alusivos son inseparables de la época. Los más conservadores critican a los que, en un país tropical, ponen figuras de muñecos de nieve, trineos y árboles de plástico que imitan los abetos del norte de Europa. Para ellos, son las tradiciones, como el portal o pasito, lo que vale la pena preservar.
Pero nuestra cultura, como todo en América, es híbrida, de aquí y de allá. Por allá, hace 2.000 años, las tradiciones eran festividades grecorromanas. Por aquí, hace menos de 700 años, la principal celebración era un baile en el que se pisoteaba la tierra mientras se bebía chicha, en honor a Sibú o Tócu maráma.
Allá, se oficializó el cristianismo en Roma, y de ahí se propagó lentamente al resto de Europa. Aquí, el idioma y religión de los españoles se impuso a golpe de espada.
Entonces, la antigüedad del catolicismo en estas tierras no sobrepasa unas 20 generaciones. La tradición del pesebre o nacimiento, creada por los franciscanos, se difundió en las familias adineradas en España en el siglo XVIII y de ahí pasó a América. Por lo que, si de costumbres autóctonas se trata, triunfarían las prehispánicas, como la fabricación del tamal.
Solo que este (del náhuatl tamalli) fue «inventado» no por nuestros indígenas, sino por los preincaicos o los aztecas para honrar a sus dioses en ceremonias. Sí, los tamales no son solo ticos, con sus variantes, se consumen en casi toda Mesoamérica.
Pero volvamos a la esencia. ¿Cuándo nació Jesús? Según la festividad, el 25 de diciembre del año 1 d. C. El problema es que si tomamos como fuente los Evangelios nació en tiempo de reinado de Herodes el Grande (40- 4 a. C.) y según Lucas se estaba haciendo un censo de los nacidos, el cual está documentado que ocurrió en el año 6 d. C. Una contradicción temporal irresoluble.
Se cree que Jesús nació en Nazareth, Galilea (no en Belén), entre los años 5-6 a. C. La elección del 25 de diciembre, según el consenso histórico, fue una maniobra política.
A los cristianos de los primeros dos siglos, no les importaba mucho establecer la fecha exacta del nacimiento de su mesías. En esa época, las celebraciones de cumpleaños eran una costumbre «pagana».
En el año 325 d. C., Constantino impuso el cristianismo en el Imperio Romano. Pero se seguían celebrando las fiestas conocidas como Saturnales, de gran arraigo popular, que culminaban con el festejo del nacimiento del Sol Invicto, el 25 de diciembre.
Así que, en el 350 d. C., el papa Julio I propuso que esa fecha se celebrase, en cambio, el nacimiento de Jesús. Cuatro años después ya era decreto.
En ninguna parte de la Biblia se sugiere que se deba celebrar el nacimiento de Jesucristo. El Nuevo Testamento lo que exhorta es a proclamar y practicar sus enseñanzas. Por lo tanto, podríamos defender que esta época es una oportunidad para practicar los valores cristianos.
Mes de reflexión. Los valores morales que cosecha el creyente al leer la Biblia, el ateo los puede obtener de lo que transculturalmente se consideran conductas que favorecen la convivencia.
Un slogan dice que Navidad es época para amar y compartir. ¿Por qué la intermitencia? ¿La ausencia de aguinaldo o de feriados nos impide practicarlo el resto del año? No se me malentienda. Admiro a quienes dedican voluntariamente su tiempo a los demás. Especialmente, en estos días, me conmueve ver cómo se organizan personas para mejorar los diciembres de familias enteras. Dar al desconocido, es quizá la mejor forma de ejercer la bondad.
Con todo y que prevalezcan costumbres circunstanciales aprovechadas por el comercio y, que el adormecedor alcohol asome ya en el «inocente» rompope y en el queque navideño, no deja de ser un mes que invita a la reflexión.
Tanto por su cercanía al simbolismo que le otorgamos al cambio de año, como porque nos permite experimentar lo que en común tienen todas las celebraciones —a través de las épocas y las culturas—: el acercamiento a los otros, que nos genera consuelo, esperanza y alegría.
Esos sentimientos, que solían aflorar al fin del invierno en otras latitudes, no son propiedad de ninguna religión, y por eso, el ateo es libre de sentarse en la misma mesa navideña, observando a sus hermanos creyentes terminar su oración o cantar sus villancicos. La necesidad de pertenecer y encajar en un grupo es tan secular como nuestros huesos y circuitos de dopamina.
Pero este no es otro año más. La pandemia obliga a refrenar las preferencias y deseos. La invitación es que, en estos tiempos, por atractivas que sean las reuniones, limitemos las interacciones físicas y aprovechemos las virtuales, por el bien de nuestra propia salud, para prevenir un daño a los demás y, por respeto a los muertos por este virus, que día a día van sumando.
El autor es médico intensivista.