La pandemia brinda una gran oportunidad para alzar la voz por un problema visto como de poca monta, como todos los que afectan a las minorías.
Una enfermedad, que en su pico más alto nos enfrentó a 1.566 casos en un solo día, cambia la dinámica del país, algo en lo cual no es necesario ahondar, por ser notorio.
El Observatorio de Género del Poder Judicial revela que al día se recibe la alarmante cantidad de 132 denuncias por violencia doméstica y la consecuente solicitud de medidas de protección, promedio mantenido desde el 2010.
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Es decir, que, cuando menos, desde ese año, cada hora 5,5 personas solicitan protección por violencia ejercida por su pareja sentimental, cónyuge, hermanos, padres, tíos, abuelos o novios, entre otros. El 80 % de las víctimas, aproximadamente, son mujeres.
Ese es el número de personas que finalmente decidieron denunciar, usualmente, luego de haber recorrido un ciclo de violencia de larga data. Además de haber encontrado la determinación de denunciar, saben hallar el camino para hacerlo, pues persisten mujeres cuyas condiciones materiales se lo impiden, lo que conforma una cuantiosa cifra negra, difícil de constatar.
Esta violencia, el riesgo de expansión y de muerte no parece importar mucho. Se les mira como discusiones de pareja en las que nadie debe entrometerse, porque «después se arreglan», cuando no se llega al absurdo de justificarla, como también se justifica la agresión que origina el acoso callejero o el hostigamiento sexual en los espacios laborales.
En esos casos, la valoración de las conductas se realiza con la justificación de quienes acechan. «Es que las enaguas muy cortas, los pantalones muy ajustados...». Persiste la idea de que es posible la intromisión y la disposición del cuerpo ajeno, y eso se ve normal, como cuando se respalda la actitud de los compañeros de oficina que viven tocando los brazos o el cabello a las compañeras o les dan masajes, argumentando que siempre son así «de cariñosos».
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Esa visión generalizada, que valora como naturales tales comportamientos, es, en mucho, la causa de la violencia contra las mujeres, porque hace creer que existe el derecho a disponer de la vida y la dignidad de ellas.
El mundo y el país casi se han paralizado debido al riesgo que enfrenta la población por una enfermedad que no discrimina entre hombres y mujeres, ricos y pobres, personas de todas las condiciones económicas y sociales. Sin embargo, la violencia que solo en los espacios familiares sufren diariamente muchas mujeres y, por supuesto, sus hijas e hijos, parece no importar mucho.
El problema es que, al igual que con la pandemia, la mayoría piensa que es un asunto ajeno, que no los tocará, sin percatarse de que justo al lado sus madres podrían estar viviéndolo, solo que no evidencian los síntomas.
Nuestras hermanas, hijas o nietas también podrían ser contagiadas con semejante flagelo, el cual no solo pone en riesgo sus vidas, también limita su desarrollo y afecta su salud, su dignidad y su felicidad. Por eso, requiere que se le brinde la misma conciencia e importancia en la cotidianidad.
La autora es letrada de la Sala Segunda.