Reconocer la violencia contra las mujeres en política está muy lejos de estar relacionada con consideraciones sobre un «sexo débil» en el debate público y muchísimo menos con la necesidad de suplir a las mujeres de «una zona de protección y confort para desempeñarse con eficacia» (Editorial, 14/4/2021).
Reducir la discusión a esos términos, en lugar de contribuir al progreso del país en materia de igualdad y respeto de los derechos humanos de las mujeres, desdibujaría una problemática real y crítica, cuyas repercusiones son tangibles en el ejercicio de los derechos políticos de las mujeres y el desarrollo de la democracia.
Para acercarnos a una comprensión más profunda sobre lo que significa la violencia contra las mujeres en política, debemos partir de tres conceptos fundamentales: violencia, género y derechos políticos.
La Convención interamericana para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra la mujer, o Convención Belém do Pará, y la Corte Interamericana de Derechos Humanos establecen que la violencia es una acción, conducta u omisión ejercida directa o a través terceros con el objetivo de anular o menoscabar un derecho.
La Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer señala que la violencia, desde un enfoque de género, constituye actos que van en detrimento de los derechos humanos de las mujeres y su desarrollo integral.
Cuando ligamos violencia y género al ejercicio de los derechos políticos, hablamos de conductas reales, que no se limitan a coartar el acceso de las mujeres a los espacios de toma de decisión. Involucran profundamente los prejuicios sexistas y las estructuras patriarcales que enfrentan las mujeres, aun ostentando un cargo de elección popular, dirección o liderazgo.
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Largo recorrido. El proceso de dimensionar lo que es la violencia contra las mujeres en el ámbito privado, en los hogares, en lo laboral y en lo académico ha tomado décadas. No es de extrañar que reconocer sus manifestaciones y repercusiones en el espacio político despierte tanta controversia. ¡Cuánto más la toma de medidas de prevención o fijar sanciones! Muchos sienten tambalear sus privilegios.
Tan antigua es esta resistencia que tenemos escasos 70 años de haber reconocido la ciudadanía de las costarricenses a través del sufragio. Apenas en 1949 conquistamos el derecho a elegir y ser elegidas. Otros avances han debido ser exigidos por partes y de manera paulatina.
Empezamos con una ley de igualdad real de la mujer, que demanda el nombramiento de mujeres en un número proporcional. Luego pasamos a las cuotas de participación con un porcentaje mínimo del 40 %, pese a que los partidos políticos siguieron colocando a las mujeres en los últimos lugares o en los menos elegibles.
Evolucionamos a la paridad de género como concepto y mecanismo que recoge la proporcionalidad de representación entre hombres y mujeres en el espectro de la humanidad, y lo llevamos al ámbito público para fortalecer y garantizar no solo el derecho al voto, sino también a ser elegidas y ejercer la representación pública.
No obstante, solo cinco mujeres han estado a la cabeza de alguno de los supremos poderes en casi 200 años; apenas 9 de 82 alcaldías quedaron encabezadas por mujeres en los últimos comicios y a las mujeres que ostentamos algún cargo público se nos cosifica como objetos sexuales, razón por la cual se nos juzga por nuestro cuerpo o por como vestimos, no por el trabajo que realizamos.
Vacíos legales. Llevamos varios años alertando sobre la violencia contra nosotras en el ámbito político, patente en las organizaciones sociales y locales. Por ejemplo, vicealcaldesas altamente capacitadas, debido a los vacíos en la ley, dependen de los humores y el machismo de los alcaldes, motivo por el cual terminan sin funciones o efectuando tareas desacordes con su investidura o asumiendo compromisos con muy limitados recursos asignados, cuya consecuencia es la merma de posibilidades de ejecución y, en consecuencia, que se les tache de ineficientes.
Negar la existencia de la violencia por motivo de género en la política es negar la lucha histórica de las mujeres por su ciudadanía y el libre ejercicio del poder.
La lucha del movimiento feminista demanda una nueva reivindicación, que visibilice y reconozca el trabajo de estas para asumir un papel protagónico en la democracia y ocupar los espacios de toma de decisión para quedarse, para liderar y para transformar; no como elementos ornamentales.
El proyecto de ley 20308 es necesario, porque en él se define qué es violencia contra las mujeres en política y qué no, establece mecanismos para resguardar la participación de las mujeres en el debate público y protege nuestro derecho humano a participar en política en un ambiente libre de acoso, hostigamiento y violencia. Un paso para el que nuestro país está listo.
La autora es diputada, presidenta de la Comisión de la Mujer.