Hechos recientes nos llevan a reflexionar sobre la falta de información y la ligereza con que se suele tratar la literatura infantil. En marzo, sacerdotes católicos polacos quemaron, en un acto público, ejemplares de la saga de Harry Potter, de J. K. Rowling, y de la serie Crepúsculo, de Stephenie Meyer. Según ellos, seguían los dictados del libro de Deuteronomio: “Quema las imágenes de sus dioses”.
En abril, en una biblioteca pública de Cataluña, España, la Asociación de Madres y Padres (AMPA) retiró 200 títulos dedicados a la niñez por considerarlos “tóxicos”, cargados de mensajes patriarcales y sexistas. El hecho significó dejar fuera de circulación el 30 % del acervo de esa casa de libros.
Entre los censurados se encuentran La Bella Durmiente y La leyenda de san Jorge. Uno de los hechos que más llamó la atención fue que entre los cuentos prohibidos se encuentra Caperucita Roja; los representantes de AMPA rectificaron sobre este último texto, aunque afirmaron que los infantes carecen de capacidad crítica y de perspectiva histórica y analítica para comprender sus significados.
Un día después de que el diario El País diera a conocer la noticia sobre lo ocurrido en Cataluña representantes de diferentes editoriales manifestaron en las redes sociales su protesta. Alegaron que “retirar libros que no se adaptan a un pensamiento es un signo de intolerancia, aunque se haga con la mejor intención del mundo”.
Ha sucedido antes. Censurar la literatura infantil no es un hecho reciente. Durante las dictaduras militares en Argentina, en la década del 70 del siglo pasado, se prohibieron libros como Un elefante ocupa mucho espacio, de Elsa Bonermann, y La torre de cubos, de Laura Devetach, por considerarlos preparatorios del actuar subversivo e incluso poseedores de una imaginación desbordada. No hace mucho, en el 2014, se presentó un caso semejante contra un álbum ilustrado francés titulado Tous à poil! (“¡Todos desnudos!”), en el cual se presentaba a personas de diferentes edades despojándose de la ropa para lanzarse a la playa.
A pesar de la calidad del diseño y del dibujo, grupos conservadores insistieron en la exclusión de la obra de las listas de lectura de las escuelas porque, según ellos, atentaba contra la moral y las buenas costumbres.
Son muy diferentes las posiciones ideológicas de los censores de libros. En los ejemplos citados encontramos argumentos religiosos, políticos y académicos. Todos tienen un hecho en común: considerar que la obra literaria infantil es didáctica y no hay, entre sus fines primordiales, causar un efecto estético en sus lectores. Se omite toda posibilidad de enfrentamiento ante el pensamiento divergente y se considera que ningún menor —sin importar su cultura— debe leer el libro cuestionado. También presentan una omisión de los avances en materia de estudios literarios, históricos, antropológicos, psicológicos o psicoanalíticos.
Papel de las universidades. ¿Qué ocurriría si semejante censura se ejerciera en Costa Rica? Sería prácticamente imposible publicar hoy primeras ediciones de libros como Cuentos de mi tía Panchita, de Carmen Lyra; Cuentos viejos, de María Leal de Noguera; Cocorí, de Joaquín Gutiérrez; o El abuelo cuentacuentos, de Carlos Luis Sáenz. ¿Acaso surgirían voces de alerta que insistirían en que las obras contienen aspectos racistas, sexistas y moralmente reprochables?
Por eso, es fundamental que las universidades públicas y privadas brinden una formación de calidad en materia de literatura infantil y juvenil. Carreras como Educación Preescolar, Primaria o Bibliotecología deben estar a cargo de profesionales competentes que, lejos de imponer un criterio, darles a los estudiantes la posibilidad de reflexionar sobre el valor de los clásicos y que conozcan las últimas tendencias en libros escritos dentro y fuera del país.
Se ha dicho que donde se queman y censuran libros también se violentan personas, y negar a la niñez el derecho a la literatura es atroz. Aunque la lectura no resuelve la totalidad de los problemas de una sociedad, contribuye a formar individuos más sensibles, capaces de dialogar, de crear discursos, de expresar sus sueños, de ser imaginativos y fantasiosos y ávidos de crecer en un mundo de tolerancia. Entonces, ¿qué podríamos esperar de una sociedad que no escucha ni su propia voz?
El autor es profesor de la UCR y la UNA.