Defendí durante muchos años el papel preponderante del Estado y el llamado Estado social de derecho. Hoy, estoy desilusionado.
Cuando en 1999 participé en la lucha contra el combo del ICE, nuestros servicios públicos tenían buena calidad, cobertura y precios en comparación con la mayoría de los países competidores. Ya no es así. Se encarecieron y, durante muchos años, los constantes aumentos alimentaron la inflación sin que la Aresep cuestionara los disparadores de las alzas.
Los servicios financiados con impuestos —como la educación pública, por ejemplo— o con cargo a los salarios —tal es el caso de la CCSS— perdieron calidad en relación con su costo y con parámetros internacionales. Tanto en educación como en salud, miles de costarricenses se han visto obligados a buscar la calidad en el sector privado.
En salud, no gastamos poca cosa. Un estudio publicado hace unos seis años señaló que el presupuesto de la CCSS era igual al del gobierno de Nicaragua, con todo y Ejército, más el de Belice. Sin embargo, menos del 10 % del gasto de la Caja es para compra de medicinas.
La educación pública absorbe casi el 8 % del PIB. Un 2 % más, aproximadamente, se destina a pagar las pensiones de Hacienda correspondientes al magisterio (70 %) con cargo al presupuesto, es decir, los impuestos pagados por todos. Según la Contraloría, los beneficiarios aportan menos del 10 % de lo recibido por pensión. Países ricos de la OCDE, como Japón, Corea y Alemania, gastan entre el 4 % y el 6 % del PIB en una educación de calidad que hace innecesario para su gente buscar opciones privadas.
El gasto sigue aumentando aunque la matrícula disminuyó en los últimos 20 años en unos 100.000 educandos. Del 2006 al 2013, el salario real de los educadores aumentó un 70 % y el gasto promedio real del MEP por estudiante (rebajando la inflación) se duplicó entre el 2008 y el 2014.
Déficit y privilegios. El problema de moda, y de preocupación, es el fiscal y las condiciones laborales privilegiadas e insostenibles de los empleados públicos, hechos de conocimiento público en años recientes (alguien pateó al perro dormido), y la gente empieza a sentir el ácido de los nuevos impuestos, multas confiscatorias, controles fiscales e informes periódicos que nos convierten en potenciales delincuentes si no cumplimos u olvidamos. Además, hay sectores económicos en franca decadencia, la informalidad creció al doble y el desempleo al triple en los últimos 20 años.
Para sus defensores, no importa si el sector público es eficiente o si sobran empleados. Las condiciones laborales se consolidan de por vida como si la realidad social y económica no fuera cambiante y competitiva. Los derechos del Estado —que se trasladan a sus empleados— se constituyen en una especie de derecho divino y los convierte en dueños de la verdad y la justicia. Los demás deben cumplir sus leyes y reglamentos.
Dada la información que ahora tienen los costarricenses, muchos preguntan cómo han permitido esto los gobernantes. Posiblemente, la tolerancia responda a dos motivos: por un lado, quienes deben defender los intereses de los gobernados son, en su mayoría, empleados públicos de carrera y se benefician también. El jurista Juan José Sobrado escribió, en una ocasión, que las convenciones colectivas en el Estado son inconstitucionales porque no se negocian con el dueño o patrono, sino con otros empleados.
Por otra parte, el poder de los sindicatos públicos es de carácter monopólico o cuasi monopólico. Eso los ha hecho perder la perspectiva y utilizar formas coercitivas o abusar del poder. Cuando quieren más beneficios o conservar algunos inaceptables, llaman a huelga y no les basta con paralizar la institución; también practican el cierre de calles, y si pueden involucrar a otros sectores sociales, incluso con intereses contrapuestos, lo hacen para aumentar el revoltijo y la ganancia de pescadores.
Como poder monopólico en la salud, educación y energía, controlan más del 90 % del “mercado”, y los costarricenses quedamos vulnerables a las decisiones de los sindicatos y trabajadores de las instituciones respectivas. Entonces, empieza el chantaje, los enfermos no son atendidos, pierden citas y pueden morir. En educación, los niños y jóvenes pierden clases y los más pobres, su alimentación. También escasea el combustible, cierran calles y amenazan con paralizar más servicios públicos. La población se desespera y los sectores económicos también, pues se afecta la producción y, al final, los gobernantes, con menos poder que los sindicatos en un entorno de leyes y acuerdos hechos a la medida de los empleados públicos, terminan cediendo. Y, para que el poder monopólico no se vaya disgustado, todos los huelguistas reciben su salario completo, ¡la cereza del pastel!
Una casta. Esa historia, repetida por décadas, produjo la realidad laboral de hoy. La diferencia salarial crece exponencialmente a favor del empleado público porque la base de cálculo es tres veces más alta y se le suma el aumento por anualidad. En cuatro o cinco años, el funcionario gana cuatro veces más que un trabajador particular. Si se consideran las horas de jornada laboral, vacaciones, salario escolar, edad para pensionarse, etc., la distancia es mucho mayor.
Para pagar, se necesitan más impuestos, alzas de tarifas y endeudamiento —casi la mitad del presupuesto—. Si se congelaran los salarios estatales, se tardaría, cuando menos, siete años para llegar a una diferencia del doble, aunque Costa Rica tiene los salarios mínimos y cargas sociales más altos de América Latina para el empleo privado.
Este análisis es una comparación con el empleo privado formal, pero 46 de cada 100 personas que trabajan lo hacen en la informalidad y no tienen derecho a nada de lo expuesto. A lo sumo, obtendrán la pensión de ¢78.000 del Régimen No Contributivo, si no tienen bienes, ingresos adicionales o parientes cercanos que puedan asistirles. Si trabajan menos de 25 años asegurados, no tienen derecho a ningún beneficio, salvo el ahorro acumulado de la pensión complementaria.
Paradoja de paradojas. En el 2018, el gobierno pagó a 61.000 pensionados del régimen de Hacienda el equivalente a $1.800 millones, es decir, el 24 % de los impuestos recaudados. Según la Contraloría, el 90 % se financia con impuestos, la pensión promedio ronda ¢1 millón y la edad para pensionarse, menos de 55 años.
Los tributos también mantienen el Régimen No Contributivo, cuyos beneficiarios en el 2018 fueron 104.350 personas, cada una de las cuales recibe ¢78.000 mensuales. Representó un gasto de ¢131 millones ($215 millones), el 12 % de lo gastado en el otro régimen y, dada la crisis fiscal, ya se ha mencionado la posibilidad de que se queden sin pensión si no hay dinero porque no contribuyeron para el fondo y parece un “regalo” del Estado.
El INEC confirma que el salario de un funcionario es tres veces el de un empleado privado. Según la OCDE, constituida por países más ricos que el nuestro, el funcionariado costarricense recibe un 60 % más, en promedio, que los de esas naciones, donde, con seguridad, no tienen pensiones juveniles.
Los salarios del sector público han deteriorado nuestro coeficiente de Gini y aumentado la desigualdad social. Casi la totalidad de nuestros empleados públicos se ubican en los quintiles cuarto y quinto de ingresos, que son los más altos.
El asunto se nos salió de las manos. El crecimiento del gasto público insostenible, inconveniente y fiado ha convertido a los empleados del Gobierno en los dueños —privatización de los ingresos por impuestos— del Estado. Casi el 100 % de los impuestos recaudados se gastan en pensiones y empleo. Esos gastos crecen más rápido que la inflación y la producción nacional. No es viable siquiera mantener las condiciones actuales, pues la economía está estancada por la incertidumbre y falta de competitividad. Solo el desempleo y la informalidad crecen aceleradamente. El mercado interno y la exportación de productos fuera de zonas francas están deprimidos, aunque son los principales generadores de puestos de trabajo.
Los gobiernos carecen de fuerza, músculo y, en muchos casos, respaldo legal (derechos adquiridos de por vida) para enfrentar a los sindicatos y su poder monopólico. Solo la presión real y conciencia del pueblo, que somos los paganinis, puede cambiar la situación antes de que sea tarde. Como escribe Jacques Sagot, “quien rehúye la crisis tendrá que enfrentarla dos veces” y no estoy seguro de que habrá segunda oportunidad.
Los recursos para llevar beneficios al pueblo mediante el Estado social de derecho se volvieron propiedad privada. Terminaron gastándose en la estructura institucional creada para entregar esos beneficios. Los funcionarios volvieron el rótulo para dentro y son hoy los principales beneficiarios, no el pueblo. Las medidas adoptadas son insuficientes. Estamos fracasando.
El autor fue diputado por el PAC y es pensionado del IVM, sociólogo y agricultor.