En la Edad Media, alrededor de los años 50 del siglo XIV, la peste bubónica asoló Europa. Los cadáveres se recogían en carretas de las calles y las gentes atribuían la plaga a cualquier causa.
Ahí, tuvieron su dosis de culpa los cometas, los pecados del hombre y las ratas (casi aciertan), pero fue una generación que sufrió la calamidad en la más profunda ignorancia.
Imágenes de la muerte paseándose por las fétidas aguas del río Támesis, cuentos de flautistas que encantaban a las ratas y las alejaban de los pueblos eran comunes en el imaginario popular de la época, alimentado por profundos y oscuros temores. La muerte se paseaba por lugares nauseabundos, por caños cloacales, por nidos de ratas.
Otras pestes, como el cólera, del siglo XIX, o la española, de principios del XX, tomaron a la humanidad en la misma ignorancia y, como siempre, se levantaban cadáveres de las calles, se enterraban en fosas comunes, se cremaban fuera de los pueblos y los contagios seguían sin que nadie supiera la razón y la cura.
Como es usual, pitonisas, agoreros y curanderos de toda suerte hicieron su agosto con novenas y sahumerios. Culparon a perros, gatos, ratas, cometas, supernovas y dioses.
Vendieron jarabes de camello y polvos de ojos de culebra como curas infalibles, y saber qué otras cosas más.
Ignorancia. Podemos justificar —aunque la historia no lo necesita ni somos nadie para hacer tal cosa fuera de contexto— la reacción de las generaciones que sufrieron esas pandemias en su ignorancia.
La ignorancia es esa persistente y a veces autoinfligida calamidad de la humanidad, que nos hace creer en soluciones misteriosas, jugos de cloro, polvos mágicos, creencias antivacunas, oráculos y oratorios, y que alivia nuestra percepción actual de lo ocurrido en pandemias de otros siglos vanagloriándonos de nuestro saber. Podemos llamar a esas “las generaciones ignorantes".
Pero en pleno siglo XXI, con acervo de conocimiento científico, con el saber acumulado en ciencias y tecnologías médicas, en una era en la que no solo sabemos qué causa esta pandemia, sino también cuál es el perfil de ADN del coronavirus, cuál es su genoma, cuál es su estructura molecular, como actúa, cómo se propaga, de qué color y tamaño es, cómo se manifiesta y cómo mata, no se justifica que actuemos como ignorantes del siglo XIV.
Muerte de fiesta. Hoy la muerte no se pasea en basureros ni en cloacas ni en ríos contaminados; la vemos campeando en las playas, en los bares, en fiestas. Paseándose como si nada por las calles. ¿Qué es lo que nos pasa? ¿La pandemia además nos deja sordos?
Solo somos un poco ignorantes sobre la vacuna, cuándo estará lista una que sea eficaz, comprobada y al alcance de todos, pero solo basta con hacer caso a los que más saben, a los científicos, al Dr. Salas, a los médicos que están diariamente al frente de esta guerra para ganarla: lavémonos las manos, usemos mascarillas, guardemos la distancia.
¿Qué? ¿Es tan difícil? ¿Es nuestra necedad comunitaria más fuerte que nuestro entender?
Aunque no todos sepamos de la materia ni tengamos por qué saber, no hace falta ser un genio para hacer caso a los que sí saben.
Es posible trabajar, es posible buscar trabajo, es posible ir a la playa, pero ¿por qué nos cuesta tanto obedecer tres simples instrucciones?
Cuando mueran seres cercanos, cuando muramos nosotros mismos por culpa de los necios ignorantes que no hacen caso y esparcen el virus por dondequiera, entonces veremos nuevamente a la muerte paseándose oronda, cosechando vidas, porque al final ese es su trabajo, y nosotros no hacemos más que facilitárselo.
Que no nos llamen a nosotros las futuras generaciones como la “generación de los imbéciles”, que sabiendo, no actuaron.
El autor es geólogo.