Con el paso de los años, la mueca de la senectud desplaza el guiño del rostro lozano. La decrepitud se adueña del torso rozagante y caemos en cuenta de que el paso de los años no nos traspasa en vano y lo perdido en el transcurso de nuestros tiempos lo ganamos en miserias. Envejecer no solo es una condena de la naturaleza, sino también de la sociedad.
La senectud no hace referente al hombre de la sabiduría señorial de los sosegados buenos consejos; por el contrario, quien antes era presencia fulgurante se ve hoy reducido a una opaca sombra en el rincón de alguna sala. ¿Desplazamiento a lo apacible por respeto al final de sus épocas o condena por sus errores cuando mozo? El anciano padece de un abandono social que consiste en la disminución de su protagonismo en la familia y de la relevancia económica en el mercado.
No faltaría quien asocie su presente el justo pago de sus faltas, a recriminarle su ausencia, maltrato, agresión, abuso e incluso malvivir, pues el perdón es opcional según sea la dimensión de los daños que causó y a la simpleza del alma bella que lo otorga. Pero aun el miserable necesita compañía, y algunos la tienen sin merecerla. Sublime el prodigio moral cristiano que al abrirnos al prójimo no obliga a tratarlo gentilmente.
Pero quién no ha cometido errores, quién no ha vivido en algún momento su vida sin la sensata prioridad de pensar en el futuro cuando aún es lejano. Muchos de los ancianos de hoy vivieron cuando zagales solo el día por el día, confundidos por la materialidad de un mundo que seduce con la luminiscencia de sus vitrinas y de figuraciones, de expectativas sobre bienes y dinero que con los años se cuelan entre nuestras manos como el agua, como la vida.
Pocos fueron los sabios, muchos simplones. Exiguos los que reconocieron en sus hijos la fuente de gratificación personal, ser buenos padres sin esperar de ellos más que su independencia, abundantes los que vieron en ellos un seguro de asistencia para la vejez. Por ello, justamente, nunca procuraron preservar para el futuro su dignidad sin tener que apelar a la misericordia o a la grosera compasión de otros. Nada es más débil que el amor, nada más volátil que el compromiso moral asentando en el aprecio. Fácilmente, los padres trasforman en resentimiento, desprecio y distancia el amor de sus hijos para no recuperarlo jamás.
Pero si me atreviera a argumentar que la miseria integral del anciano es resultado solo de su pobre vivir de antaño, me reduciría a la sencillez de lo inmediato. La situación es más compleja. Trascendiendo su otrora mal convivio, la causa mediata la incluye como parte de una condición estructural que no se resuelve con una ley o una decorosa recriminación.
El problema traspasa el decoro de los demás y su estupidez propia. No es por causa de su mal empeño que lo aprendido con los años no sirva hoy de nada, pues no puede vivir el mundo actual como lo hizo en su tiempo.
En nuestros días, las vivencias de unos no corrigen los infortunios de otros. Las anécdotas de los viejos se reducen entonces a aburridas historias que nadie tiene tiempo o deseo de escuchar; su compañía ya no es necesaria. La situación del anciano es un efecto colateral de una distorsión del valor de la persona que afecta incluso a aquellos a quienes no hay nada que recriminarles. Se trata de la incidencia adicional de tasar el valor del hombre por la condición de poseedor y generador de dinero sobre su consideración integral. Lo pecuniario se enfatiza por encima de los vínculos familiares o comunitarios, y los constituye.
Así, quien no puede generarse suficiente dinero no puede ya integrarse significativamente al mercado, su protagonismo social se ve disminuido y se deprecia al punto de pasar a ser percibido emocionalmente como carga familiar aun sin serlo. El que fuera ayer mal padre es hoy un costo emocional que no se desea cubrir.
El autor es filósofo.