EscucharEl asesinato del líder indígena Sergio Rojas Ortiz ha colocado de nuevo a Salitre en las portadas de los medios de comunicación. Los reportajes rara vez mencionan la situación de Salitre o sus comunidades indígenas vecinas antes de la Ley Indígena de 1977. La importancia de esa norma es incuestionable. La historia de Salitre, sin embargo, hunde sus raíces mucho más atrás en el tiempo. De todas las comunidades del Pacífico sur, indígenas o no, las de boruca y térraba son las más antiguas.
Salitre surgió de una oleada que se inició en la década de 1840 y dio origen también a Cabagra, Ujarrás y China Kichá. Los nuevos pobladores provenían del otro lado de la cordillera de Talamanca. Eran, en su mayoría, bribris y cabécares, pero también debió haber algunos nasos o teribes e, incluso, chánguinas.
Los dos últimos eran grupos vecinos de los bribris hacia el este, donde está ubicado hoy el territorio panameño de Bocas del Toro, pero que en esa época, como Talamanca, gozaba de independencia política, aunque los mapas oficiales insistieran en incluirlos en una nación u otra.
Para los indígenas recién llegados, las zonas que poco a poco fueron poblando no eran desconocidas. Sus antepasados, y ellos mismos, las habían recorrido con frecuencia en los viajes efectuados para cruzar la cordillera de Talamanca para cazar, comerciar y guerrear, como igualmente era práctica de los indígenas de la vertiente pacífica en sentido contrario.
Extinción. Salitre y sus vecindades tampoco debieron estar totalmente vacías antes de 1840, aunque a finales del siglo XVI los grandes poblados indígenas como Cía o Coctú habían desaparecido, víctimas de los fallidos intentos españoles por controlar la zona y de la catástrofe demográfica que asoló grandes partes de América.
En la década de 1840, los únicos dos poblados en forma que existían en todo el sur de la vertiente pacífica, a partir de Puntarenas, eran borucas y térrabas, ambos fundados en el siglo XVII. Fuera de ellos, también había pobladores, pero en palenques dispersos que, alejados varias horas e incluso días entre sí, estarían habitados cada uno por algunas pocas familias indígenas. Los recién llegados continuaron ese patrón de asentamiento, practicado en sus regiones de origen.
Los indígenas también se trasladaron a otras zonas de las que fueron expulsados después. Lo anterior sucedió en General Viejo, Buenos Aires y Palmar Norte. Esas regiones poseían tierras más fértiles y mejores vías de comunicación, por lo cual atrajeron el interés, primero, de los no indígenas, quienes empezaron a llegar al Pacífico sur a partir de la década de 1860 procedentes del Valle Central y también de Chiriquí, Panamá, y, luego, de compañías transnacionales como la United Fruit Company o, más recientemente, Pindeco.
Los intereses externos empezaron a afectar a Salitre y sus territorios vecinos en la década de 1950, y no han dejado de erosionar la posesión y el derecho indígenas desde entonces. Me atrevo a afirmar que si esas comunidades indígenas permanecen hasta hoy es porque en 1956 se delimitaron los primeros territorios reconocidos para ellas por el Estado costarricense.
Insuficiente protección. Como bien demuestran los trágicos hechos sucedidos en Salitre y el Pacífico sur, desde el inicio del siglo XXI esa protección legal, reafirmada por la ley de 1977, ha sido, a todas luces, insuficiente.
A la negligencia exhibida por el Estado en su deber de asegurar la propiedad de los indígenas sobre las tierras que legalmente les pertenecen, se ha aunado el despojo debido a intereses económicos variados y poderosos, y al racismo con que muchos en el país miran todo lo indígena.
La disyuntiva de Costa Rica no es únicamente la de evitar más asesinatos, como el de Sergio Rojas Ortiz: si no actuamos, seremos cómplices, una vez más en nuestra historia, de un etnocidio anunciado.
alejandra.bozavillarreal@ucr.ac.cr
La autora es historiadora.
