Hace seis años y con mucho interés en aprender a proporcionar soporte cardíaco y respiratorio a los pacientes con los pulmones y el corazón gravemente dañados y sin poder desarrollar su función normal, decidí matricular una especialidad en terapia de oxigenación por membrana extracorpórea (ECMO), en la Universidad de Costa Rica.
Posteriormente, trabajé tiempo extra hasta completar las 60 horas necesarias para especializarme en el funcionamiento de esa terapia y los cuidados que requieren los pacientes.
A finales de agosto de este año, cuando apenas tenía unos días de haber iniciado en la unidad de cuidados intensivos del hospital Calderón Guardia, se me indicó que, al día siguiente sería trasladado a la torre este de ese centro médico para atender a pacientes con covid-19 y ECMO.
En este momento no me sentía del todo preparado para asumir ese reto, pero en vista de la necesidad de enfermeros capacitados, lo asumí con positivamente.
En mi primer día en la torre este, recuerdo que llovió y que me tocó atender a una paciente de 32 años, con cuatro hijos, sobreviviente de cáncer de mama y con antecedentes al tener únicamente un riñón.
Cuando la conocí, un ventilador la ayudaba a mantener activos sus pulmones. Necesitaba de diez bombas de infusiones para la aplicación, simultánea, de distintos medicamentos. Se alimentaba mediante una sonda nasogástrica. Requería de una terapia de reemplazo renal para mejorar la condición de su único riñón y de una sonda para orinar.
Después de varios días, empecé a notar como se deterioraba, había reducido la cantidad de orina que salía de su sonda, los dedos de su mano derecha empezaban a ponerse negros, sus brazos se abrían por la cantidad de líquido en ellos, sus pulmones en las radiografías se observaban cada día más dañados, su condición había empeorado considerablemente.
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Deterioro. Durante al menos 15 días pasé pendiente de ella. En ocasiones, no salía a tomar café o a comer, por miedo de que le pasara algo mientras yo no estaba y que, a mi regreso ya fuera demasiado tarde. Todo esto hacía que me sintiera demasiado cansado.
Un día antes de salir del cubículo donde ella estaba, recuerdo observarla y pensar que quizás estaba cuidando a un muerto, como me había pasado antes con tantos otros pacientes.
En ese punto ya había perdido la esperanza, ya no podía creer en milagros, creía que ya se había hecho todo por ella y hasta pensé en despedirme.
Los tibetanos creen que la muerte es solo una transición entre la vida y la resurrección, y que esto debe suceder serenamente, entre más serena sea la muerte, mejor será la transición que se recorre hasta la resurrección. Con esto en mente y viendo el estado de salud tan grave en el que se encontraba, me dispuse a despedirme, a darle las gracias por permitirme que la atendiera durante todo ese tiempo.
Me acerqué a ella, consciente de tener una voz grave, le hablé fuerte al oído, como para estar seguro de que me escuchaba.
Empecé diciéndole que ya era suficiente, que ya había luchado valientemente, que si estaba cansada era comprensible, que si sentía no poder más, que tranquila, que descansara, que todo iba a estar bien.
Mientras le decía esas palabras, pensé en sus cuatro hijos y en la llamada telefónica que había tenido con ellos poco antes, a pesar de que estaba completamente sedada. Pensaba en cómo esos niños le rogaban que se recuperara, que la extrañaban en la casa, que ¿quién les iba hacer esa comida tan rica que ella les hacía? Le rogaban que por favor volviera a casa.
Tras repasar ese recuerdo por mi mente, terminé mi despedida diciéndole que ya había hecho suficiente, pero que también podía dar un poco más si quería volver a ver sus hijos y me preparé para salir de la habitación.
Milagro. Miré el monitor para confirmas su nada alentadora condición hemodinámica y entonces me sorprendí. En cuestión de minutos la paciente había mejorado enormemente, su presión arterial estaba en los límites normales, había mejorado la oxigenación, los parámetros del funcionamiento del corazón, incluso noté una mejoría en el ritmo de su corazón, parecía más tranquilo, como quien se ha relajado.
A pesar de que la atendí durante muchos días más, no estuve el día de su egreso del hospital, ya que atendía a otros pacientes. Pero me contaron que fue un momento muy emotivo, hubo lágrimas de felicidad y de agradecimiento. La familia quizás nunca sabrá lo que para nosotros significó ese reencuentro, pues todo apuntaba a que no ocurriría.
El día posterior al egreso, me dice una de mis compañeras —quien al igual que yo cuidó de ella por mucho tiempo—, «viste, le dieron salida a nuestra hija». Estoy seguro de que no solo yo lloré.
El autor es enfermero y atiende a pacientes de covid-19 en la unidad de cuidados intensivos del hospital Calderón Guardia.