La certidumbre abandona a veces. Lo inesperado es bisagra entre la realidad y la ficción. El miedo irrumpe y, a partir de ese momento, amenaza con cambiarlo todo, embargando las ilusiones e hipotecando la vida.
Cara a cara, se ve la otra escena, con un recordatorio de fragilidad, y caen estrepitosamente las empachosas frases motivacionales, argumentadas bajo falacias ad ignorantiam, como “los límites están en la mente, basta con querer para poder”.
Nada tiene garantizada su existencia. Conviene un acontecimiento para ubicar a todos bajo la misma verdad: la del mundo real, en una escena mundial que no permite más el envanecimiento de unos pocos. La frugalidad se convierte en estilo de vida. La solidaridad es ahora un derecho y un deber.
En el libro Acontecimiento, el filósofo y sociólogo esloveno Slavoj Zizek explica que la realidad sociopolítica del mundo impone y expone a las personas a intrusiones externas, las cuales pasan por lo traumático y se convierten en interrupciones brutales sin sentido. Ataques terroristas, catástrofes naturales, enfermedades; todas amenazan desprender las identidades.
Duelo. Del enfrentamiento con las experiencias traumáticas, surge un nuevo sujeto y, si las experiencias no se apalabran ni se crean nuevas redes de memoria, emergen entonces los síntomas del trauma: angustia paralizante, pérdida de lazos sociales, desapego, desesperanza, depresión.
Jacques Lacan, en el Seminario X, establece que “actuar es robarle a la angustia su certeza”. En otras palabras, actuar, pero, ojalá desde la benevolencia, es lo que alivia frente a la angustia.
Es ineludible —porque se ha constatado en las semanas recientes— que el acto mezquino aplaca, pero también hunde al sujeto en la desolación, bajo una calma momentánea, desencadenando la ruptura social que trae consigo.
La palabra, como acto, es, entonces, una forma de liberación, un medio para expresar los afectos, un saber capaz de ser renovado y que permite el proseguir de la vida.
No se trata de sepultarse bajo las quejas, pero sí de protestar, de reconocer y escuchar el lamento oculto detrás de los proyectos postergados, del pánico frente a la fragilidad del cuerpo, de la decepción por lo perdido, del enojo hacia la impotencia. Sin duda, humanos, demasiado humanos.
Pérdidas son inevitables. Estamos en duelo. Lo hemos estado desde que nacimos. Y si lo olvidamos, nos condenamos a degradar el significado de la vida. Habrá que hacer lo propio por echar a andar de nuevo el placer por vivir, apostar una vez más por el porvenir de una ilusión.
La lucidez no se encuentra en las masas ni en las modas. Solamente transitando a través de una sensación personal de pérdida se dejan atrás las sombras de la adversidad. Y durante este transitar, recordemos que la falta es de todos y la responsabilidad de cada uno.
Superaremos este desencuentro y reencontraremos las caricias; en especial, las del alma, ya nunca más las mismas, sino otras.
La autora es psicóloga y psicoanalista.