Cuando se producen actos de violencia extrema y asesinato de niños, nuestra sociedad suele reaccionar de forma airada e indignada, y pide cuentas y responsables. La respuesta es lógica, pero 72 horas después las voces se silencian y todo volver a ser como era antes de los terribles acontecimientos.
La hipocresía se define como el fingir sentimientos que contradicen lo que verdaderamente se piensa y hace, y nuestro país lo es bastante cuando se trata de la violencia contra los niños. ¿Por qué? Me permito puntualizar las siguientes razones para respaldar este juicio.
1. La mayoría de los padres y de las madres costarricenses, según varias encuestas serias, de Idespo, Paniamor y Unicef, están de acuerdo con el castigo físico como método de crianza. No solo como la última alternativa, sino como algo que hace bien. En un contexto así, en el cual no se rechaza de plano la violencia contra los niños, se abre un peligroso espacio para la tolerancia y aceptación de las agresiones, pese a que la evidencia científica muestra que sí producen daño a largo plazo y que existen opciones no violentas eficaces, como los programas de crianza positiva.
2. Bajo el pensamiento “a mis hijos los educo yo”, las personas se oponen a la educación de la sexualidad y la afectividad, así como al uso de métodos anticonceptivos (incluidos los de emergencia), sin considerar que este tipo de programas sirven para reducir los embarazos no planificados, contribuyendo así a disminuir la cantidad de niños no deseados, quienes suelen ser víctimas de toda clase de agresión, inclusive negligencia y abandono.
3. Como lo mostró un estudio hecho por el Instituto de Estudios Interdisciplinarios de la Niñez y la Adolescencia (Ineina) en conjunto con la UNA, en el 2015, nuestro Sistema Nacional de Protección Integral (SNPI) no funciona como tal e impide una verdadera articulación de políticas, instituciones, programas y sociedad civil para el cumplimiento de derechos de los niños y adolescentes, entre estos, el vivir sin violencia. El estudio fue presentado a los diputados de la comisión de niñez y adolescencia en la administración anterior, con una propuesta para reformar el SNPI, pero la pasividad e inacción fue la respuesta.
4. Cuando en noviembre del 2016 los diputados decidieron recortar en ¢48.000 millones la inversión en niñez y adolescencia, no hubo una respuesta contundente de la sociedad. Por el contrario, hubo un silencio cómplice que bloqueó el necesario fortalecimiento y la ampliación de la cobertura de los programas de atención de este sector de la población, precisamente los que ayudan a reducir la violencia.
5. El actual gobierno nombró rectora de esta compleja materia a alguien no especialista. Por qué improvisar con una inexperta a la que, además, da el rango de ministra, sin ningún proyecto de ley por presentar, a pesar de las reconocidas deudas legales con respecto a la Convención de Derechos del Niño, según lo han documentado el Ineina-UNA, la Defensoría de los Habitantes y el VIII Informe del Estado de los Derechos de la Niñez y la Adolescencia.
Mientras nuestra sociedad siga actuando de esta manera, el ciclo de pasividad/tragedia/indignación/pasividad se seguirá repitiendo y pasando una factura de sangre.
Lo anterior debe cambiar, y puede cambiar, y nuestro país puede lograrlo, pero se deben tomar las decisiones apropiadas: ¿Seremos capaces de salir de este perverso círculo vicioso?
El autor es académico del Instituto de Estudios Interdisciplinarios de la Niñez y la Adolescencia de la UNA.