Ante la obra de Rafael Ángel Calderón Guardia y José Figueres Ferrer, hay que quitarse el sombrero, pero evidentemente la población es hoy más numerosa y compleja; el entorno económico y tecnológico, diametralmente diferentes.
La sencilla red institucional y su organización interna respondían a las necesidades de aquel momento. La población del país, por ejemplo, no llegaba a 700.000 personas a finales de 1940, muy lejos de los 5,5 millones de hoy.
Durante todo ese tiempo, y en vista del creciente reto social, la solución consistió en aumentar la cantidad de instituciones (unas 300, según el Mideplán) y la planilla estatal.
Los presupuestos para soportarlas se cubren mayormente con impuestos, cargas sociales y endeudamiento público.
Así, el Estado se ha ensanchado, pero mantiene las viejas formas de organización. Por intereses particulares y el defecto de esperar a que se aclaren los nublados, los cambios estructurales se fueron postergando, pellizcando más impuestos por acá y más deuda por allá. Y estalló en el peor momento.
La urgencia de la covid-19. Llevados al límite, los índices fiscales y de endeudamiento conceden pocos grados de acción al gobierno. La actividad productiva se contrajo a niveles solo vistos hace 40 años y el desempleo muestra tendencias de vértigo.
El gobierno propone una reducción parcial de jornada en estratos altos de la planilla estatal, recorte de gastos, nuevos impuestos y endeudamiento con multilaterales en condiciones favorables, pero está obligado a reestructurar el Estado.
Aunque las medidas enfrentan oposición de los afectados, no hay alternativa inmediata y seria. Por esperar a que se despejaran los nublados del aparato estatal, ahora el problema debe abordarse sin dilación.
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Se trata de identificar el Estado que necesitamos y podamos sostener sin ahogarnos nuevamente, y que el proceso de transformación lo llevemos ordenadamente, pero no eternamente. De introducir elementos de eficiencia en lo público y de competencia en lo privado, pues ambos explican nuestro alto costo de vida, como concluye la OCDE.
Sería ilógico negar que algunas instituciones hace tiempo perdieron motivo de existencia, mientras faltan, por ejemplo, inspectores laborales, migratorios, sanitarios, ambientales y tributarios para traer a cuentas a quienes operan al margen del andamiaje legal.
Dos situaciones. Si el Código de Trabajo es el listón de referencia, algunas empresas están injustamente pasando por debajo, mientras algunas entidades públicas —no todas— se las ingenian para pasarlo a niveles muy superiores, con un alto peso en el presupuesto estatal o en las tarifas que pagamos con bastante sacrificio, y aún más los sectores vulnerables. Sería hipócrita no reconocer ambas situaciones.
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Quiero un estado benefactor, pero la cambiante realidad exige formas diferentes a las concebidas siete décadas atrás.
Ponderemos que las capacidades tanto del Estado como del sector productivo, una vez superada la pandemia, quedarán disminuidas.
En el sector privado algunos satanizan el tamaño y costo del aparato estatal. A este lo necesitamos, pero eficiente. En el sector público ciertos grupos satanizan la palabra empresa, pero estas son la base de la generación de empleo, ingreso, divisas y desarrollo económico.
Una nueva expresión de la reforma social de finales de los cuarenta necesariamente demanda alianzas y compromisos de ambos sectores. Sería injusto negar que la tarea es impostergable.
El autor es economista.