No existe argumento capaz de persuadirme de que un dogma, una costumbre o una práctica religiosa está por encima de la protección de un niño o una niña. Por esa convicción, no deja de sorprenderme la reacción de algunos líderes de la Iglesia católica con respecto al proyecto de ley 21415, sobre el deber de denunciar y declarar cuando se trate de maltrato y abuso contra personas menores de edad.
El deber de denunciar. Nuestro Código de la Niñez y la Adolescencia, en el artículo 49, establece la obligación de denunciar toda sospecha razonable de maltrato o abuso contra un menor de edad al personal y las autoridades de los centros de salud y educativos, públicos y privados.
Mediante el nuevo proyecto de ley se pretende incluir en ese deber de denunciar a las personas que ocupen algún cargo de jerarquía en las organizaciones deportivas, culturales, juveniles y religiosas.
Un entrenador de una escuela de fútbol, una profesora de música, un maestro de danza, un pastor evangélico, un sacerdote o un catequista tendrían la misma responsabilidad de acudir al Ministerio Público cuando tengan indicios de abusos contra un niño o adolescente.
Podría pensarse que existe consenso sobre la necesidad de ampliar la protección de los menores de edad del maltrato y el abuso, pero la Iglesia católica optó por centrarse en una defensa a ultranza del secreto de confesión. Es cierto que un sacerdote no siempre conoce a la persona a quien confiesa, y en muchas ocasiones ni siquiera ve su rostro.
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También es verdad que el sacerdote no debe tomar los datos de la persona y salir corriendo a la Fiscalía al terminar una confesión sin tener ninguna prueba del abuso. Pero guardar silencio cuando existan las pruebas y la información para evitar que un menor siga siendo agredido o víctima de abuso sexual es algo que escapa a mi comprensión.
Existen innumerables circunstancias, más allá de la confesión, en las cuales un ministro religioso se entera de agresiones o abusos contra los niños: por evidencias físicas, por comentarios informales, por denuncias formales en la misma iglesia, por una sospecha fundada. ¿Por qué la resistencia a que en todas esas situaciones tengan el deber de acudir al Ministerio Público? Yo, para esto, esperaría apoyo y compromiso decidido.
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El deber de declarar. La otra reforma propuesta en el expediente 21415 tiene que ver con el deber de declarar. El Código Procesal Penal indica, en el artículo 206, que toda persona puede liberar a su abogado, médico o psicólogo del secreto profesional cuando necesite su declaración en un juicio. Sin embargo, hace la excepción para los ministros religiosos.
La propuesta tiene como fin que la persona interesada pueda también liberar al sacerdote del secreto para que este sirva de testigo en un proceso judicial. Podría, por ejemplo, autorizar a su sacerdote para que declare que en determinado momento de su vida le confesó que sufría abusos sexuales o agresiones. El interesado estaría liberando al sacerdote del deber de guardar secreto, su secreto, el cual él mismo confesó y que ahora quiere que sea conocido.
En eso consiste el proyecto de ley, en que toda aquella organización a la cual frecuenten menores de edad se comprometa con su cuidado y protección sin más excusas. Relativizar ese compromiso es desconocer que les estamos fallando a los niños y adolescentes y que tenemos un problema de maltratos y abusos más grande de lo que nos atrevemos a aceptar. Es fallarles a los cinco menores agredidos físicamente que, en promedio, atiende cada día el Hospital Nacional de Niños. Es fallarle a los 8.000 que en el 2018 denunciaron abusos sexuales en nuestro país.
En estos meses, veremos si el interés superior de los menores de edad, del que tanto hablamos, es realmente un interés superior para todos.
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El autor es diputado.