He visto pasar ante mis ojos toda una campaña en la que mujeres y hombres se atrevieron a denunciar el acoso sexual. He leído y sufrido por todas las personas muertas y por aquellas que denunciaron su situación.
Inicialmente, mi pensamiento fue: “Qué terrible que estas personas —sobre todo mujeres— hayan tenido que pasar por eso”; cuando de repente se me prendió una luz y me dije: ¿Y yo qué? #yotambién soy parte de ese grupo y por eso me decidí a escribir pasajes de mi historia.
Tristeza y soledad. Desde muy niña, cuando salía a jugar, enfrentaba situaciones que no entendía: un taxista, mientras observaba un grupo de niñas jugar rayuela, se masturbaba; un hombre tocó la puerta de mi casa y, al abrirle, sacó el miembro por la bolsa. Estando en primer grado, con apenas seis años, un familiar empezó a abusar sexualmente de mí. ¡Siento que me robaron la inocencia!
Algunos creen que se olvida con el tiempo. No, señores, nunca se olvida; se entierra, se esconde, es fuente de vergüenza y siempre estará ahí. ¡Siempre presente! Esta primera mala experiencia me dejó dos amigas que nunca se han separado de mí: tristeza y soledad.
De haber sido una niña alegre, cantante, bailarina, juguetona, pasé a encerrarme en mi cuarto, a esconderme debajo de la cama, a comerme las uñas y muchos otros cambios de comportamiento que nadie detectó.
Impotencia. Esta conducta en la que “aceptaba” —porque no veía salida alguna— ser la víctima continuó por mucho tiempo.
A los 11 años, un muchacho me tocó las nalgas en el mercado. A los 12, cuando las mujeres empezamos a desarrollar, me tocaron los pechos en plena avenida central.
A partir de los 13, mis nalgas fueron un imán que atraía a todos aquellos degenerados que me veían caminar a diario a tomar el bus.
Me escondía en tiendas, panaderías, librerías o en lo que primero encontrara. Desarrollé un instinto de supervivencia con el cual los presentía. Los sentía venir, veía sus reflejos a través de los vidrios de las tiendas.
Yo huía, ¿y saben qué? Me perseguían, me tocaban dentro de los locales comerciales, delante de toda la gente… y nadie hacía nada. Y ahí fue cuando conocí a otra amiga: la impotencia.
Miedo. Cuando ingresé a la universidad fue peor. El Parque Central, la catedral, la Caja Costarricense de Seguro Social, todas las paradas de buses a donde obligatoriamente tenía que llegar... sabía que representaban aguantar una humillación más. Todos los días llegaba a la casa llorando por haber sido ultrajada de esa manera.
Recuerdo un día que traía mis libros en los brazos y el bolso colgado al hombro, y vi a un hombre trotando, parecía un deportista concentrado en su trabajo.
Cuando lo tuve enfrente, me tomó los genitales y me los apretó con tanta fuerza que el dolor se mantuvo por largo tiempo.
Yo ya no quería salir de la casa, no quería estudiar, no quería sacar una carrera porque todo ello implicaba pasar por el paredón de los fusilados día tras día. Así, encontré otro amigo: el miedo.
Rabia. Decidí entonces salir todos los días de la casa con un paraguas negro con un gran pico y al caminar lo balanceaba en actitud amenazante. Más de uno se llevó su paraguazo, pero siempre he pensado que esa no era una buena solución, al fin y al cabo casi siempre se salían con la suya.
Así, conocí a mi quinta amiga, la rabia. Rabia de sentirme víctima de abuso, rabia porque nadie reaccionaba, rabia de que sintieran la libertad de hacer con mi cuerpo lo que querían. ¡Una gran rabia!
En mi caso, este comportamiento violento, de ultraje e inmoralidad, me ha hecho perder mucha de la alegría y la confianza en mí misma.
Lamentablemente, no hay tratamiento sicológico que borre lo vivido. Si bien conservo la vida, a lo largo de esta gané la compañía permanente de sentimientos como la tristeza, la soledad, la impotencia, el miedo y la rabia. #BASTA
Nota de la editora: verificamos la identidad de la escritora. Por ese motivo, hacemos la excepción de publicar un artículo sin firma.