A pocas semanas de las elecciones presidenciales, las encuestas y el clima general en los diversos espacios sociales nos permiten deducir que la sensación dominante es el pesimismo.
Desde mi perspectiva, las personas están frustradas, enojadas o desesperanzadas por muy diversas y contradictorias razones. Lo que para un sector es motivo de celebración, para otro es una catástrofe. Algunos candidatos son percibidos como mesías que vendrán a poner orden en el país, al tiempo que otro grupo social los considera la peor amenaza de las últimas décadas.
Para analizar este panorama se requiere de un ejercicio mental difícil: tomar distancia de las propias pasiones e intereses. Es una tarea necesaria que nunca es posible efectuar en su totalidad. Sin embargo, ese esfuerzo permite ampliar el marco de lectura y de interpretación de lo que está en juego. ¿Con qué me encuentro cuando intento observar esta campaña electoral desde una cierta distancia?
Encuentro un alto nivel de dramatismo. Se están usando exageraciones en el discurso político de los candidatos y de la militancia partidaria, en la evaluación del estado general del país y los medios de comunicación contribuyen al uso de este tipo de retórica, lo cual es problemático por varias razones:
1) No nos facilita una comprensión matizada y detallada de los problemas y retos del país. Tampoco permite apreciar y valorar aquello que está bien o que está dando resultados positivos para la población.
2) Causa ansiedad y agresividad. El lenguaje produce resultados concretos en nuestra psique. Niveles más altos de ansiedad y agresividad difícilmente nos ayudarán a tomar las mejores decisiones. Dicho de forma más sencilla: ir a votar, decidir casarse o tomar cualquier otra decisión trascendental, con el hígado en la mano, no es aconsejable. Puede que, en los primeros momentos de tomar una decisión lleno de bilis, usted sienta gran satisfacción. La causa está en las endorfinas que recorren su cuerpo. Pero las consecuencias vendrán después.
3) Se construye un modo de encuadrar la discusión que rompe los puentes del diálogo. Es la trampa del esquema “nosotros versus los otros”. Esta fragmentación se acompaña del uso (siempre peligroso) de los estereotipos y de autojustificaciones para tratar con crueldad y violencia a personas que no nos gustan, que rechazamos o de la que desconfiamos. Sobran los ejemplos en la historia de la humanidad para demostrar hasta dónde pueden llegar grupos sociales que se creen en posesión de verdades absolutas, de certezas totales y, enardecidos por esas convicciones que consideran moralmente superiores, despojan de ciudadanía, derechos y valor intrínseco a otros seres humanos. Vale la pena volver a leer esos libros de historia y aprender alguna lección de todo ese dolor humano.
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Tendencia mundial. También observo un alto nivel de confusión e incertidumbre. Es una tendencia global, producida, en parte, por los efectos desproporcionadamente negativos que el modelo económico dominante ha tenido para las clases más vulnerables.
Ese desamparo, la profundización de la desigualdad y la ausencia de espacios para el desarrollo del pensamiento crítico y la creatividad, tienen como correlato la exacerbación de los fundamentalismos religiosos, con resultados muy graves para las democracias, como lo hemos visto en varios países de América (incluyendo Estados Unidos). Ya desde hace algún tiempo lo estamos viviendo también en Costa Rica.
Quienes se benefician de ello son los mercaderes de la fe y las agrupaciones políticas oportunistas que encuentran en la militancia religiosa un caudal de votantes obediente. No es casual que, en lugar de discutir los grandes problemas nacionales, como la crisis fiscal o el desempleo, ciertos candidatos emitan declaraciones aterrorizantes por temas que no forman parte de lo que la ciudadanía debe aprobar o rechazar en las urnas. Es decir, hay compromisos y deberes estatales cuyo cumplimiento no depende del agrado popular.
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Sin embargo, esos discursos incendiarios, llenos de falacias y afirmaciones inexactas son enormes cortinas de humo, al servicio de los intereses demagógicos de esos grupos.
El uso político-electoral de ciertos discursos religiosos ha demostrado ser muy eficaz para influenciar a buena parte del electorado y también para debilitar las democracias, como ha sucedido en Brasil, Honduras, Guatemala, Colombia y Estados Unidos.
La autora es profesora universitaria.