NUEVA DELHI – Según lo que todo el mundo dice, el 2016 fue un año terrible. Muchos países se vieron afectados por horrendos ataques terroristas. La crisis de Siria se cobró decenas de miles de vidas. Turquía sufrió ataques con bombas suicidas y un golpe de Estado fallido. En más de 70 países bajaron los niveles de libertad. Entre los grandes bombazos políticos estuvieron el brexit y la victoria de Donald Trump en las presidenciales de Estados Unidos, ambos grandes sorpresas para los medios de comunicación o las élites políticas. Se declaró al zika una emergencia de salud pública internacional. Es probable que el año que acaba sea el más cálido que se haya medido nunca.
Al leer las páginas de columnas de opinión, uno queda con la impresión de que el mundo está enfrentando un malestar que supera cualquier acontecimiento individual, y que la gente se está volviendo cada vez más (y más peligrosamente) dividida. Pero si damos un paso hacia atrás queda claro que hay muchas razones para ser optimistas. De hecho, en muchos sentidos vivimos la mejor época de la historia. Es más, algunos temas de los que más nos preocupamos –debido a las redes sociales y las noticias las 24 horas– no son los problemas que debieran tenernos en vela.
Piénsese en la creciente desigualdad, uno de los temas del año de los que más se habla. No hay duda de que en los últimos dos siglos ha aumentado la brecha entre los ingresos más altos y los más bajos, pero eso es porque prácticamente todo el mundo sufría los mismos niveles de miseria en 1820. Más de un 90% de la humanidad vivía en la pobreza absoluta.
Luego llegó la Revolución Industrial, llevando un rápido crecimiento del ingreso a todos los puntos donde se propagó: China desde 1978 e India desde 1990 registraron índices particularmente altos. Como resultado, el año pasado menos de un 10% de la población mundial vivía en la pobreza absoluta.
Más aún, las economías en desarrollo están contribuyendo a una próspera clase media que se ha más que duplicado, desde cerca de 1.000 millones de personas en 1985 a 2.300 millones en el 2015. Esta inmensa reducción de la pobreza ha sustentado un declive de la desigualdad del ingreso global a lo largo de las últimas tres décadas.
La desigualdad ha bajado también según otros índices. Desde 1992, la cantidad de gente con hambre en el mundo ha bajado en más de 200 millones, a pesar de que la población humana creció en cerca de 2.000 mil millones. El porcentaje de hambrientos casi se ha reducido a la mitad, desde un 19% a un 11%.
En 1870, más de tres cuartas partes de la población mundial era analfabeta y el acceso a la educación era incluso más desigual que el ingreso. Hoy más de cuatro de cada cinco personas pueden leer, y los jóvenes tienen un acceso sin precedentes a la escolarización. Los analfabetos corresponden principalmente a las generaciones mayores.
La historia es parecida en el ámbito de la salud. En 1990, casi 13 millones de niños morían antes de cumplir los cinco años. Gracias a las vacunas, una mejor nutrición y mejor acceso a la atención de salud, la cifra ha caído por debajo de los seis millones. En términos más amplios, la desigualdad de la esperanza de vida es más baja hoy, porque son mucho más accesibles los avances médicos disponibles que solo eran para la élite hace alrededor de un siglo.
En pocas palabras, el mundo no se está yendo al infierno. Y si todavía hay multitud de problemas que solucionar, a menudo no son los que ocupan nuestras reflexiones y debates públicos.
La elección de Trump ha generado inquietud en los comentaristas que temen que su potencial rechazo del acuerdo climático de París pueda “condenar la civilización”. Pero el acuerdo de París nunca iba a solucionar el calentamiento climático. De hecho, de acuerdo a la misma ONU, los recortes a las emisiones de CO2 producirían apenas un 1% de la reducción necesaria para mantener el aumento de la temperatura global dentro de 2º Celsius con respecto a los niveles preindustriales.
En contraste, la promesa de Trump de desmantelar los acuerdos de comercio ha recibido muy pocos rechazos. Por el contrario, en los barrios más exclusivos de Nueva York, Berlín y París se comparte esa oposición al libre comercio. Pero los análisis de coste-beneficio muestran que un comercio más libre es el principal motor para sacar de la pobreza a los ciudadanos del planeta. Según una investigación encargada por mi centro de estudios, el Centro del Consenso de Copenhague, si se resucitara la moribunda Ronda de Desarrollo de Doha de negociaciones de libre comercio global se elevarían los ingresos de miles de millones de personas en todo el mundo, al tiempo que se reduciría la cantidad de personas en la pobreza en la asombrosa cifra de 145 millones en 15 años.
Nuestras prioridades de salud global sufren un sesgo similar. Dedicamos gran parte de este año a preocuparnos sobre el virus del Zika, especialmente una vez que llegó a los EE. UU. Y es cierto que el zika, con sus devastadores efectos sobre los niños, es causa de preocupación en Brasil y otras áreas. Sin embargo, la tuberculosis (TBC), que ha recibido relativamente poca atención, sigue siendo la mayor y más letal enfermedad infecciosa global.
Sabemos cómo tratar la TBC, al igual que sabemos cómo reducir la mortalidad infantil y hacer frente a la desnutrición. En una medida no menor, estos retos globales persisten porque nos centramos en otros problemas.
Decidámonos a solucionarlos para tener un mejor 2017. Debemos dejar de poner nuestra atención en los problemas equivocados y soluciones fallidas. Por ejemplo, con respecto al cambio climático debemos abrazar la investigación y el desarrollo para hacer de la energía ecológica una alternativa genuinamente más barata que los combustibles fósiles. Y debemos reafirmar enfática y claramente que el libre comercio es la política más eficaz concebible para combatir la pobreza.
Al mismo tiempo, tenemos que recordar que la mayoría de los indicadores más importantes muestran que hoy la vida es mucho mejor que en el pasado. Deberíamos celebrar los avances logrados contra la enfermedad, el hambre y la pobreza. Y haríamos bien en mantener ese rumbo, centrándonos en las inversiones inteligentes para el desarrollo necesarias para solucionar los verdaderos problemas a los que nos enfrentamos.
Bjørn Lomborg es director del Centro del Consenso de Copenhague y profesor adjunto de la Escuela de Negocios de Copenhague. © Project Syndicate 1995–2016