La crisis del euro llegó para quedarse. Desde el contagio griego, la peste se extendió a todo el sur europeo y en el norte se sienten ya fuertes coletazos. Quien más quien menos, en toda la eurozona el desempleo aumenta o el empleo se estanca. Hollande, como estaba previsto, terminó tempranamente su luna de miel con el electorado francés, y la otrora pujante Alemania ve frenadas sus perspectivas de crecimiento. El FMI advierte del peligro de contagio a todas las economías del mundo.
Ya en Alemania hay suficiente preocupación como para alimentar el nacimiento de una nueva corriente política, surgida del círculo más prestigioso de economistas y académicos teutones: el partido Alternativa por Alemania. Su programa se reduce prácticamente a una sola consigna: “abajo el euro”. A pesar de su reciente formación, ser poco conocido y con un programa monotemático, las encuestas le dan ya posibilidades reales de poner diputados en el Bundestag. Toca fibras sensibles.
Después de casi cinco años de remedios caseros, el euro enfermo demanda hospitalización. Para salvar al paciente, tal vez habrá que amputar. En todas partes la profunda insatisfacción social con las medidas de salvamento apuntan a la necesidad de un cambio que no llega. La enfermedad ya es crónica. Se impone un giro, en primer lugar, de pensamiento, en segundo, de ética.
¿Más de lo mismo? Angela Merkel se empecina en la salvación integral de la eurozona. Según ella ahí se juega el futuro de Europa. ¿Será eso cierto? ¿No estará el peligro, más bien, en obstinarse en preservar, tal cual, un sistema monetario que se ha revelado disfuncional?
En estas mismas páginas he compartido dos reflexiones sobre este tema. La primera es que los países que salieran de la eurozona recuperarían soberanía monetaria, podrían devaluar sus monedas, hacer más competitiva su producción, aumentar sus exportaciones y llegar a una mejor posición para atender y renegociar su deuda. Sencillo como parece, cambiar de moneda compartida con otros países es un lío, sobre todo cuando no se tienen protocolos para hacerlo.
Mi otra opinión ha sido la necesidad de mantener estímulos presupuestarios porque los programas de austeridad para pagar las deudas son remedios que agravan la enfermedad, aumentan la relación deuda/PIB, crean recesión, desempleo, descontento social y propician el surgimiento de corrientes populistas y extremistas. Pero mantener presupuestos de estímulos no es sostenible, quedándose en el euro, porque aumenta la deuda pública y agrava el riesgo-país, lo que encarece su renegociación y refuerza las presiones para salir de la eurozona. Hollande rápidamente comprobó que en campaña electoral es fácil hablar de programas de crecimiento, pero las realidades terminan imponiéndose. Ninguna opción es simple y todas vienen acompañadas con incertidumbre, pero el camino tomado hasta ahora no ofrece muchas esperanzas. Cinco años después de salvamento tras salvamento, el euro sigue enfermo con pronóstico reservado.
Hay otra salida posible, por improbable que sea: ¡Que se queden todos en el euro! ¡Que salga Alemania! La idea es de George Soros. Al fin y al cabo lo que está ocurriendo no es nuevo. ¿Por qué tanto empecinamiento en salvar una moneda que Alemania nunca quiso? El euro fue el precio que pagó por su reunificación. Nunca los Gobiernos alemanes vieron con buenos ojos la introducción de una moneda europea única. Ellos sabían que siendo el marco alemán la única moneda fuerte, sería sobre sus hombros que se terminaría sustentando el valor de la moneda común y que, dadas las brechas preexistentes de productividad, los otros terminarían endeudándose con Alemania. ¿Qué pasaría cuando no tuvieran capacidad de atender sus deudas? Alemania tendría que salir al frente, como el poco apreciado pariente rico acreedor. Así en efecto ocurrió. Ahora todos los salvamentos se reducen, en última instancia, en ofrecer ayuda para pagarle a los bancos alemanes.
Si saliera Alemania de la eurozona, se devaluaría el euro rápidamente y, como todas las deudas están expresadas en esa moneda, instantáneamente bajarían de valor. La producción de los países que se quedaran en la zona sería más competitiva, por tener una moneda local devaluada, con lo que sus exportaciones florecerían, en gran medida hacia Alemania. Una producción aumentada y competitiva dinamizaría la economía y el empleo en todas partes. Los ingresos fiscales serían mayores para atender la deuda y para aumentar la inversión. La deuda podría ser atendida a muy largo plazo con eurobonos, no estando ya el veto alemán de por medio.
¿Y Alemania? Tendría, sin duda, un fuerte shock inicial porque es la gran acreedora y bajarían de valor sus activos por deuda ajena. Pero es el país más competitivo. Mucho más que la pobre Grecia o España y a Alemania no le tiembla el pulso para imponerles “llanto y crujir de dientes”. ¿Qué tal si nos portamos un poquito más “europeos” y nos repartimos solidariamente la carga? Además, su fuerte moneda le permitiría importaciones baratas del resto de sus socios. En el caso de productos industriales finales, la competitividad alemana, que se basa en innovación, se vería obligada a competir contra menores precios, como mejor lo sabe hacer, con mayor productividad-hora. Y tendría la ventaja de no seguir sosteniendo con sus finanzas un ajeno sistema disfuncional, de que su población se resiente. Volvería a brillar el viejo marco. Y los demás también.
¿Qué detiene semejante “cometido”? Aparte que no está prevista la salida del euro, tampoco está en la agenda pensar fuera de la caja. Nada más cuadriculado que una caja, nada más natural para un político. Es la cuna natural donde nacen todos los “más de lo mismo”. Me resulta casi imposible imaginar a Merkel proponiendo algo que no sea lo de un prestamista convencional: “más préstamos, para más deudas y más socarse la faja para pagarlos, sobre todo cuando la faja es de otro”.
La caja, a la postre, se termina saliendo, sea por inspiración o expulsados por la indignación. Cuando “lo mismo” ya no es suficiente, debemos imaginar el mundo enriquecido de lo posible.