La pasión por el fútbol no determina la definición de nuestra cultura o ser nacional. Sin embargo, lo que se dice del fútbol, en particular cómo se verbaliza y se representa (incluso, a nivel de la imagen), y cómo se incluyen otras expresiones culturales en sus ritos y la forma se inserta en el sistema económico actual, tiene que ver directamente con nuestra manera de entender el mundo y los anhelos personales y colectivos.
Fuerza simbólica. No es banal que el presidente de la República “saliera corriendo” a celebrar con la fanaticada, en la Fuente de la Hispanidad, el triunfo de la Selección. Ni siquiera el poder político puede ignorar la fuerza simbólica que tiene el fútbol en nuestra nación. No importa si entendemos el acto del presidente como conveniencia política o como expresión de sus emociones personales, lo cierto es que fútbol mueve masas, les hace inventar rituales compartidos socialmente y suscita discursos en todos los estratos sociales.
Una fuerza social superior solo la encontramos en la religión. Por eso, no es extraño que los jugadores mundialistas usen también signos religiosos cuando salen a jugar: con cantos y bailes rituales, persignaciones y postraciones, todas las religiones están presentes en el Mundial. Estas expresiones religiosas están aparejadas con las diferentes etnias y culturas que se hacen evidentes en las imágenes televisivas de las personas presentes en los estadios donde se juega el Mundial.
Cada uno, según su universo simbólico, siguiendo los impulsos de la emoción, expresa con la simbología del fútbol un plus de sentido existencial que supera al que ordinariamente se requiere para dar “orientación” a la vida. Este proceso semiótico no ocurre en el vacío, sino que está anclado en la complejidad de la experiencia humana y en la capacidad para razonar, representar y comunicar lo que consideramos relevante a quienes están a nuestro alrededor. Que el Papa sea miembro de un club futbolístico, o que una persona, indiferente al fútbol, por el simple hecho de estar fuera de su país vea jugar a la Selección mundialista y se decida a escribir un artículo sobre cultura y fútbol, es muestra elocuente de un cambio en la percepción de la sociedad.
Sociedad del espectáculo. Para entender este fenómeno, podemos remitirnos a las reflexiones de Guy Debord sobre la sociedad del espectáculo: “La seudonecesidad impuesta por el consumismo moderno claramente no se puede oponer a una genuina necesidad, o deseo, que no está determinada por la sociedad y su historia. […] Lo que el espectáculo ofrece como algo eterno está basado en el cambio y debe cambiar con esa base. El espectáculo es absolutamente dogmático y, al mismo tiempo, no puede realmente conseguir ningún dogma sólido. […] La irreal unidad proclamada por el espectáculo enmascara la división de clases sobre la que la real unidad del modo de producción capitalista descansa. Lo que obliga a los productores a participar en la construcción del mundo es también lo que los separa de él. Lo que lleva a unirse a los seres humanos de sus fronteras locales y nacionales es lo que los empuja a apartarse. Lo que requiere una mayor y profunda racionalidad es también lo que nutre la irracionalidad de la explotación y represión jerárquica. Lo que crea el poder abstracto de la sociedad crea su concreta falta de libertad”.
El fútbol es un espectáculo de masas y, en este Mundial hemos visto cómo los intereses económicos después de cada partido se manifiestan descaradamente, haciéndose parte del mismo espectáculo. Los medios hablan de millones de dólares para la compra de jugadores, mientras que la masa vive con emoción ese tira y encoge de las transacciones en torno a los jugadores que representan a su nación. Hay una clara tensión dialéctica entre nacionalidad e internacionalidad, entre deseos de superación nacional y triunfo personal, entre alegría compartida e injusticia mantenida (nada ha cambiado en las favelas o en nuestros tugurios).
Los deseos genuinos de superación de todos se confrontan (o ¿se concretizan simbólicamente?) con la compraventa de los “mejores” para equipos famosos y potentes. No es que los jugadores pierdan su identidad nacional. Ellos se superan con la oportunidad de jugar en otros países y de vivir en otras culturas, lo cual indica que el intercambio cultural se ha aceptado como una parte esencial de nuestra sociedad.
Lecciones del Mundial. Debord señala que el deseo humano fundamental de crecer en humanidad no se sacia con el espectáculo. Agregaríamos, empero, un elemento nuevo a su perspectiva, pues la emoción y la pasión, junto con la algarabía del juego y de la victoria, nos muestran el rostro del deseo de cambio: si somos buenos en el Mundial, podemos ser mejores en la vida cotidiana. Si lo extraordinario se hace realidad y se convierte en parte de nuestra identidad, ¿por qué no podemos hacer que lo ordinario sea extraordinario? Es decir, hacer de lo que somos cada día una expresión de aquello que es nuestra ilusión social. A nivel simbólico, pasamos de la sensación de letargo a la convicción de ser capaces de construir nuevas cosas y mejores situaciones. Pero ¿basta el fútbol para lograrlo? Sería totalmente insuficiente. ¿Qué condiciones favorecerían un progreso real en nuestra sociedad? Varias lecciones nos vienen del Mundial:
Primera. El símbolo es importante, pero lo es más la manera en la que adquiere significado: su decodificación es un imperativo para reconocer su valor y no caer en la trampa de su idolatría. La caída de las grandes figuras futbolísticas que gozaban de la preferencia global nos muestra que necesitamos superar la falsa idea de la redención fácil y milagrosa. Ninguna persona, organización, partido o institución puede ser el único garante del futuro. Quererlo ser conduce siempre a la vejación de los derechos y deberes de los que están a nuestro alrededor.
Segunda. Una iniciativa nacional se vuelve estéril, si no está sustentada en un espíritu compartido. Los signos religiosos en el deporte nos gritan que los seres humanos tenemos necesidad de ideas trascendentes. La manifestaciones religiosas mayoritarias no se ubican en el ámbito de la lucha de poder (los que actúan diversamente son una minoría), sino en el nivel de búsqueda de un sentido más profundo en las vicisitudes cambiantes e impredecibles de la experiencia personal. Hacer la guerra a la religión es estúpido, tanto como exorcizar la razón de la práctica religiosa. Pero la religión tiene que ser madurada y profundizada para que no se convierta en amuleto o en sortilegio. Solo así ocupará un lugar digno dentro de nuestra relación social.
Tercera. La impredecibilidad de la interacción social siempre nos obliga a corregir nuestros planes, a hacer un esfuerzo por interpretar la realidad de forma crítica y profunda. No darnos cuenta de lo que pasa a nuestro alrededor trae la ruina. Lo mismo ocurre cuando no somos conscientes de nuestra historia. Jorge Luis Pinto decía a la prensa que se inspiraba en el fútbol italiano que había estudiado en detalle, mientras que Cesare Prandelli afirmaba que el fútbol no se gana con la historia, sino en la cancha. No podemos ofrecer respuestas acabadas (sean estas históricas o novedosas). Son necesarios el diálogo, el debate, la flexibilidad, el equilibrio, el discernimiento histórico y el coraje para afrontar las dificultades con una actitud positiva y constructiva.
Cuarta. La identidad también pasa por el fracaso y su reconocimiento. Y, finalmente, sin una gran dosis de humildad, el mundo se transforma en vitrina y esclavitud. Ser esclavo del mundo y de su lógica siempre implicará terminar como desecho, porque, en una sociedad tan dividida y egoísta como la occidental, la humildad es lo único que nos permitirá salvaguardar nuestra identidad y reconocer el valor real de nuestras fuerzas.