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Gustavo Román Jacobo: La apuesta definitiva

Existen encrucijadasque ameritanrespuestas arriesgadasy prontas

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Cuando estaba en la universidad, el autor que más leí fue Dietrich Bonhoeffer, teólogo y pastor luterano opuesto al nazismo. Desde hace unos años leo más a Ortega y Gasset, filósofo español, ateo y republicano.

Me puse a darle vueltas al asunto al enterarme que Bonhoeffer, estando en prisión, mandó a pedir las versiones en alemán de varios libros de Ortega ( 23 años mayor que él y ya entonces con un enorme prestigio intelectual en Europa y EE.UU.). Pronto caí en cuenta de las similitudes en el origen social, inquietudes políticas y pensamiento de ambos, así como de las diferentes trayectorias biográficas que siguieron, “haciendo camino al andar”.

Ambos lúcidos, profundos, honestos. Críticos del poder y la obediencia ciega, enemigos de las masas y los caudillos que las guían. Nacidos y educados en el seno de las altas burguesías y élites culturales, prusiana y madrileña. Uno, hijo del psiquiatra y neurólogo más afamado de Alemania. El otro, del periodista y editor más importante de España.

En los años 20 y los 30, Ortega es el principal protagonista e impulsor de las causas culturales y progresistas de su país. Quiere una España moderna, europea, que supere el oscurantismo religioso, la ignorancia y el caciquismo. Lidera la causa republicana y acaba siendo diputado. En solo un año se decepciona de la práctica política y, tras clamar infructuosamente por las rectificaciones, abandona su curul criticando la deriva de abusos de sus correligionarios. Al estallar la guerra civil huye de Madrid con su familia y se va a vivir a Argentina y Portugal, donde guarda silencio neutral sobre el conflicto y continúa con su producción filosófica.

Choque ideológico. En los años 30, Bonhoeffer lidera un movimiento de protestantes no dispuestos a doblegarse al nazismo (los luteranos, mayoritariamente, cayeron bajo el encanto de Hitler) y dirige un seminario ilegal para pastores con esa orientación, clausurado por la Gestapo en 1937.

Estando en Nueva York (y ya con notable reputación por su trabajo académico), le ofrecen una cátedra en el Union Theological Seminary, pero, desoyendo los consejos de sus amigos sobre los riesgos de regresar, rechaza el puesto y toma uno de los últimos barcos que zarpan hacia Alemania en 1939. Sostiene que es precisamente en esos momentos difíciles cuando debe estar con su pueblo. La Gestapo le prohíbe predicar y él se integra a grupos opositores al régimen, coordina redes de apoyo para ayudar a judíos a escapar del país y, finalmente, se involucra en una conspiración de la inteligencia militar alemana para matar a Hitler.

En medio del dilema ético-religioso que ello le plantea, desarrolla su célebre teoría sobre la “acción libre responsable, aún contra profesión o encargo” y su interpretación de que fue una cultura de obediencia acrítica y disciplina rígida lo que arrastró a su culta y valerosa nación a entregarse a la locura nazi. En cambio, el seguimiento de Jesucristo demanda el libre riesgo de la fe, en el que se pueden cometer errores, pero lo que no cabe es la parálisis ante los desafíos históricos.

En 1944, el atentado fracasa y él es arrestado. El 9 de abril de 1945, menos de un mes antes de terminar la guerra, Bonhoeffer es ahorcado (había rechazado un plan para escapar que suponía dejar atrás a sus compañeros de prisión: “Si me voy me volveré una mentira viviente de mis convicciones”).

Ese mismo año, tras seis de concluida la guerra civil, Ortega regresa a España convencido de que, muertos Hitler y Mussolini, el nacional-catolicismo de Franco pronto se normalizaría o caería. La Dirección de Prensa y Propaganda le convierte en objeto de menosprecio y burla (se le califica de filósofo de toreros y de señoras con abrigo de piel). La Iglesia Católica también arremete contra él, presentándole como un pensador ateo, peligroso para la juventud y pretendiendo incluir su obra en el Índice de Libros Prohibidos.

El 4 de marzo de 1946, en el Ateneo de Madrid, da su primera conferencia pública tras regresar. Observado desde primera fila por las autoridades del régimen, dice estas palabras que simbolizan la postración de la intelectualidad española frente a la barbarie en el poder: “Por primera vez, tras enormes angustias y tártagos, España tiene suerte. Su horizonte está despejado. Mientras los demás pueblos se hallan enfermos, da la casualidad de que España ha salido de esta etapa turbia y turbulenta con una sorprendente, casi indecente salud”.

Dilema. No censuro a Ortega. Si hoy lo leo más, es porque me siento más cerca de él que de Bonhoeffer, porque sé (y en esto nada gana uno engañándose a sí mismo) que puesto en la disyuntiva que afrontaron, optaría por el camino de Ortega. En otras palabras, que considerando lo que disfruto esta vida y lo que amo a los míos, prevalecería en mí la lógica de lo que Ortega llamaba “la razón vital frente a las circunstancias”, por encima de “el precio de la gracia en el seguimiento de Jesucristo” de Bonhoeffer.

Es probable que la fe en la resurrección de los muertos, consustancial a la fe cristiana, fuera decisiva en sus comportamientos. El oficial que le ordenó desnudarse al pie de la horca, desafiante, le dijo: “Así que aquí termina todo”, a lo que el teólogo contestó: “No, aquí empieza todo”.

El doctor del campo de concentración de Flossenbürg consignó: “Se arrodilló a orar antes de subir los escalones del cadalso, valiente y sereno. En los cincuenta años que he trabajado como doctor nunca vi morir un hombre tan entregado a la voluntad de Dios”.

El cuerpo de Bonhoeffer cuelga inerte, amoratado, con el rostro desencajado. El del laico Ortega (hay una foto de Santos Yubero tomada ese día en el Ateneo) se ve avergonzado, agobiado, doblegado bajo un busto de Franco, un crucifijo y un tapiz que reza: “Arte. Civilización Cristiana”.

Frente a las dos imágenes, a mí me resuenan las palabras de Jesús: “Todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, la hallará”. ¿De verdad? Terrible dilema. Sobre todo en aquellas encrucijadas en las que no puede uno “esperar a que se aclaren los nublados del día”. Porque no, no se pueden mirar las cartas. Es un todo o nada. Es la apuesta definitiva.

(*) El autor es abogado

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