El derecho de la persona a decidir sobre medidas o tratamientos constituye un pilar de las declaraciones éticas que regulan el ejercicio de la medicina. Se le llama principio de autonomía.
La respuesta tradicional a la pregunta sobre quién autorizará lo que se hará en el cuerpo cuando la persona no esté consciente es delegar la responsabilidad en los profesionales en salud, que se espera tengan conocimiento y experiencia para determinar el tratamiento óptimo.
Bajo el enfoque paternalista, la costumbre es que el consentimiento se solicite solamente cuando se empleen terapias potencialmente riesgosas, por ejemplo, una operación o ciertos fármacos. Si la persona está incapacitada para tomar la decisión, se recurre a un familiar cercano o al de mayor vínculo afectivo.
Uno de los aciertos de la Ley de Voluntades Anticipadas es la legalización del poder de un sustituto para resolver estas cuestiones, sobre todo, si no hay consenso familiar y el beneficio no sobrepasa el riesgo en mucho.
¿Cómo puede la persona manifestarse sobre algo que aún no ha ocurrido? Según el texto de la ley, el fin es garantizar el derecho a expresar con antelación los tratamientos a los que estaría dispuesta a ser sometida y a los que no, de presentarse la situación en que ya no está en capacidad de decidir.
Hasta aquí parece una deseable extensión de la autonomía, pero profundicemos en lo que está implícito.
Es una propuesta que nace para legalizar la renuncia a ciertos tratamientos. La ley no se formuló para que alguien deje por escrito que se le salve la vida por todos los medios posibles, porque se sobreentiende que el deseo es evitar la llamada “obstinación o encarnizamiento terapéutico”.
En otras palabras, se procura proteger a la población del sostenimiento artificial de la vida y el potencial dolor o angustia que parecen deducirse de las imágenes borrosas de pacientes conectados a máquinas y tubos.
Pero si bien es cierto que no todas las personas mueren en unidades de cuidados intensivos, si existe un lugar donde se usa el máximo de tecnología para sostener la vida y se le puede acusar de “prolongar la muerte” es aquí.
En promedio, fallecen entre un 20 y un 25% de los pacientes que ingresan. Si debemos responder al reclamo de que hemos prolongado el sufrimiento de esas personas que finalmente mueren, mi respuesta, luego de más de 15 años de ejercer la medicina crítica, es casi que no.
Lo innovador de la ley no es garantizar un proceso de muerte sin sufrimiento frente a una enfermedad terminal. Eso depende del acceso y la calidad de los cuidados paliativos, de los que el país puede presumir en la región.
Por otra parte, cuando la enfermedad es grave, independientemente de la admisión en una UCI, por lo general, el paciente entra en estado de coma natural o inducido, por lo que el sufrimiento es mínimo.
Se ha romantizado tanto el concepto de muerte “natural” o “en el hogar” que simboliza una muerte buena, pacífica o digna.
Nada hay de bueno en el proceso de morir, y lo sujeto de dignidad es la vida, que no deja de ser digna porque la persona está intubada o en diálisis.
Nuestro quehacer como intensivistas es una tensión constante entre la defensa de la vida y la evaluación diaria de la respuesta de un organismo a nuestros esfuerzos.
Establecer cuándo la posibilidad de vivir ya no es razonable requiere más experiencia que conocimiento, y en ocasiones la decisión no debe ser tomada por un único profesional.
Cuando se determina que las posibilidades de una vida funcional futura son escasas, suelen reducirse o retirarse ciertas medidas conocidas como adecuación de esfuerzos o metas terapéuticas, las cuales forman parte, junto con el énfasis en la sedación y analgesia, de nuestra práctica.
A esta proporcionalidad de tratamientos al final de la vida algunos le llaman ortotanasia y la promocionan como uno de los logros de la ley, cuando la verdad es que la practicamos desde hace décadas.
Humanizar el proceso de morir facilitando el acompañamiento familiar, los servicios religiosos y el respeto a las diferencias culturales sigue siendo tarea durante la transición hacia la “normalidad” pospandémica, mas no son los objetivos principales de la norma.
Insisto, ¿por qué alguien a quien se le puede garantizar que no va a sufrir querrá renunciar a tratamientos futuros para salvar su vida? La explicación está en los orígenes del acto legal.
Los documentos de voluntades anticipadas nacieron en Estados Unidos a finales de los años 70, pero fueron discutidos y promovidos años más tarde cuando surgieron los casos de Karen Ann Quinlan, Nancy Cruzan y Terri Schiavo, tres jóvenes que, a raíz de accidentes, quedaron en estado vegetativo permanente.
Así, la verdadera contribución de estos documentos no es generar una prescripción acerca de cómo se quiere morir, sino una perspectiva sobre cómo no se quiere sobrevivir.
La petición en estos casos no fue impedir el tratamiento en cuidados intensivos, sino, meses o años después, suspender el oxígeno o la alimentación líquida que las mantenía con vida.
La renuncia a ciertas terapias ha de estar condicionada por la pérdida de capacidades o independencia funcional, sin las cuales se prefiere no seguir viviendo.
Claro que los profesionales en salud deben evaluar la razonabilidad de las peticiones. No sería una decisión juiciosa, por ejemplo, que una persona de 30 años sin enfermedades renuncie a la intubación futura, independientemente de su circunstancia. No podemos aceptar el abandono de la buena práctica.
Eso nos deja dos situaciones potenciales. La persona que con una enfermedad incurable progresiva, o estable, pero con síntomas difíciles de controlar, pide que, en caso de ser necesario, no se tomen determinadas medidas de asistencia vitales.
O una persona, aunque considera su vida “buena”, establece que, de sufrir un accidente o una enfermedad aguda y sea muy probable la supervivencia en estado vegetativo, consciencia mínima o alta dependencia, en algún momento se reduzcan o suspendan las medidas de asistencia.
Soy defensor de la autonomía informada, porque lo planeo para mi propia vida. Confiaría en el juicio de mis colegas intensivistas porque sé que conocen que existen lesiones que pueden curarse y otras no.
Si me dieran el beneficio de la duda, establecería no prolongar mi existencia si se prevé que llegaré a ser una carga para los demás.
La Ley de Voluntades Anticipadas contribuye a visibilizar las preferencias de las personas para adaptarlas a nuestros retos diarios en las decisiones sobre la intensidad de la asistencia.
Lo fundamental, sin embargo, para que la ley sea útil, es hablar claro en el seno de la familia sobre la muerte y lo que uno considera ingredientes irrenunciables de una buena vida, fomentar buenos hábitos en el presente y asesorarse para establecer clara, razonada y periódicamente las preferencias ante los previstos e imprevistos que afecten la salud futura.
El autor es médico intensivista.