Concuerdo con quienes opinan que el abstencionismo en las últimas elecciones habría sido mayor de no haber sido por el pronunciamiento de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte-IDH), que ante una consulta de la administración Solís Rivera se pronunció a favor de los matrimonios entre personas del mismo sexo, lo cual produjo una reacción antagónica y de alarma en un gran sector de la población.
Se justifica la reacción ciudadana, pues el pronunciamiento de la Corte agravia profundas convicciones de nuestro pueblo, que justificadamente considera la familia tradicional como la célula primaria y el fundamento de la sociedad, pero al centralizar el interés en ese punto quedó también de manifiesto nuestra inmadurez política, pues, sin minimizar la trascendencia del pronunciamiento de la Corte-IDH, lo cierto es que el país padece muchos otros problemas que también reclaman una participación seria y responsable de los ciudadanos, que ni siquiera los consideraron.
El partido que encabeza Fabricio Alvarado, a falta de un programa integral de gobierno, que los otros candidatos también nos quedaron debiendo, tuvo la habilidad de presentar a su grupo evangélico como el adalid de la oposición al llamado “matrimonio igualitario”.
Al celebrar su triunfo electoral, lo atribuyó fundamentalmente, y sin ninguna vacilación, a esa posición y declaró: “Nunca más se metan con la familia, con la vida, con nuestros hijos” (La Nación, 5 de febrero del 2018). Sin duda, esa familia, a la cual se refirió Fabricio, constituida por el padre, la madre y sus hijos, es la que tiene el derecho a la protección especial del Estado, pues tal fue la intención de los constituyentes de 1949, al aprobar el artículo 57 de la Carta Magna, en una época cuando ni siquiera se hablaba de “matrimonio igualitario u homosexual”.
Asuntos que atender. Entre los problemas no abordados en su adecuada dimensión por ninguno de los candidatos, y sin pretender ser exhaustivos, están: el creciente aumento del gasto público y la amenaza de nuevos impuestos o incrementos a los ya existentes; el régimen de privilegio del empleado público, garantizado por las convenciones colectivas de trabajo, negociadas con gran irresponsabilidad entre los jerarcas de la administración y los sindicatos de sus trabajadores; la multiplicidad de instituciones del Estado, muchas de ellas creadas sin otro propósito que el de fomentar el clientelismo político; el pésimo estado de nuestra red vial y otras obras de infraestructura, cuya ausencia entraba el transporte de bienes y personas a un grado exasperante y multiplica los accidentes de tránsito; la ausencia de una adecuada política tributaria que sin mermar los ingresos que le permitan al Estado el cumplimiento de los fines que le son propios, no castigue a la empresa privada, motor de nuestra economía.
Tampoco debe olvidarse la amenaza de una crisis económica mundial en ciernes, que, desde luego, no está a nuestro alcance evitar, pero exige tomar a tiempo las medidas necesarias para que nos afecte en el menor grado posible.
Lucha. Cuando el conglomerado social se desmenuza en átomos, sin ninguna coincidencia en puntos medulares, no queda sino la suma mecánica de las voluntades de la mayoría y de la minoría. Aparece, entonces, la lucha de partidos, de clases y de agrupaciones sociales sosteniendo tesis contrapuestas y la democracia queda convertida en el palenque de esta lucha caótica, producto del choque de intereses contrapuestos e irreconciliables. Todo resulta frágil aquí, no hay nada firme, pues se vive en un sempiterno estado de transición.
En nuestro medio, al menos teóricamente, la democracia es considerada como el sistema óptimo de gobierno y nuestros políticos consideran indispensable exhibir ante los electores, en todo momento, sus credenciales de fervorosos demócratas, aunque es imprescindible que, aunque no las compartan, al menos conozcan a fondo las críticas que personas autorizadas le han formulado al sistema.
Es muy conocida la sentencia de uno de los más sagaces políticos de nuestro tiempo, sir Winston Churchill, quien decía “que la democracia es el peor de los sistemas, a excepción de todos los demás”. No debiera sorprendernos la sentencia del famoso líder, si recordamos que al fin de cuentas todo sistema creado por el hombre es necesariamente imperfecto y susceptible de ser mejorado, sin pretender jamás que alcance la perfección absoluta.
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En consecuencia, los verdaderos defensores de la democracia no son los que la consideran con un régimen intangible e inmutable, sino aquellos que la conceptúan como una meta a la que nos aproximamos o alejamos, según las circunstancias, sin que jamás podamos considerarla plenamente lograda.
No podemos abusar de la gentileza del periódico que nos brinda un espacio necesariamente limitado, pero aquellos que estén interesados en la materia pueden consultar los capítulos introductorios de la monumental obra de Erik R. V. Kuehnelt-Leddihn, titulada Libertad o igualdad (Salzburgo, 1953), de la que hay una excelente traducción al castellano de José María Vélez Cantarell (Ediciones Rialp, Madrid, España, 1962). Pero si la invitación resulta un tanto intimidante para aquellos que no dispongan del tiempo suficiente, les recomendaría un breve artículo que escribió Guillermo Malavassi Vargas, publicado en esta misma a sección de La Nación el 5 de enero del 2001, bajo el título “La democracia es ingobernable”.
El autor es abogado.