El gobierno de Biden dio a conocer recientemente un nuevo paquete de aranceles para una serie de productos de origen chino. Las barreras arancelarias a las baterías de vehículos eléctricos de origen chino, algunos minerales críticos, el acero y el aluminio se elevarán del 7,5 al 25 %.
En tanto, los aranceles a los paneles solares y semiconductores subirán del 25 al 50 %. El impacto más fuerte lo sufrirán los vehículos eléctricos, pues el gravamen alcanzará el 102,5 %. Solo para tener una idea, el promedio que se aplica en Estados Unidos a productos industriales es del 3,3 % y en Costa Rica es algo cercano al 5 %. Semejante carga llama la atención por su magnitud.
Las grandes potencias occidentales hicieron el cálculo estratégico y llegaron a la conclusión de que la globalización les ofrecía una gran porción de la producción mundial en los segmentos de mayor valor agregado, menor intensidad laboral y más intensivos en investigación y desarrollo; mientras China gana ventajas de escala en los segmentos más intensivos en trabajo, a partir de sus bajos costos laborales. Sin embargo, junto con las ventajas de escala, China tuvo un plan exitoso de desarrollo de capacidades en materia de investigación y desarrollo tecnológico. Combinó una estrategia de atracción de inversión extranjera con subsidios para las multinacionales y el establecimiento de condiciones de empleo ligadas a esos subsidios.
Al mismo tiempo, se enfocó en el desarrollo de marcas chinas que compiten con las propias multinacionales instaladas en el país. China aprendió a jugar este juego, y su comportamiento no es distinto al de Alemania, Estados Unidos o cualquier otro destino que desee atraer IED de alta tecnología.
Gracias a su proyecto, China incrementó su productividad laboral, en términos reales, un 8,1 % cada año desde que ingresó a la OMC en el 2001 hasta el 2023. Cuatro veces más que el promedio mundial, así como que el de Estados Unidos y Costa Rica. No obstante, la economía del gigante asiático está desbalanceada, y sus desequilibrios tienen consecuencias a escala mundial.
El argumento es complejo, pero se puede resumir en que la inversión representa una porción demasiado grande de su economía, mientras que el consumo constituye una porción demasiado pequeña.
Es una cuenta relativa, por lo cual, desde esta perspectiva, es irrelevante cuánto aumentó el poder adquisitivo de los consumidores chinos en las últimas décadas o cuánta gente salió de la pobreza, en la medida en que ese aumento sea proporcional o menor al del crecimiento económico general.
En el 2022, de acuerdo con el Banco Mundial, la inversión en China se ubicó en alrededor del 42 % del PIB. La media mundial es del 26 % y en Costa Rica ese valor es del 16 %. Una inversión tan elevada significa que China produce más de lo que puede consumir y, por tanto, la única solución para evitar una crisis de sobreproducción interna es acumular sistemáticamente superávits comerciales, es decir, colocar la producción en el resto del mundo.
La contrapartida de esos superávits comerciales, por definición contable, son déficits comerciales en otras partes. El mayor déficit comercial en términos absolutos corresponde a Estados Unidos. No por casualidad, este déficit se parece al superávit chino. Si a esto sumamos que el mayor rubro de inversión que China consume, el inmobiliario, atraviesa una crisis justamente por falta de compradores suficientes a los precios que el mercado requiere, el riesgo es evidente.
Sin una reconfiguración distributiva a gran escala, la única forma de que la crisis inmobiliaria no afecte el crecimiento chino sería aumentar las pulsiones exportadoras, lo que podría poner mayor presión sobre la producción estadounidense, de por sí expuesta a la altísima competitividad del país asiático.
Costa Rica tiene tratados de libre comercio con ambos países. Ya aprendí a hablar inglés en Costa Rica; me falta el mandarín.
El autor es investigador asociado a la Universidad Lead y miembro de la Academia de Centroamérica.